M
|
i madre tenía una hermana, era mi tía
Pacucha.
Eran uña y carne, se habían criado
juntas. Mi tía era algo mayor que mi madre, y a lo mejor era por esto por lo
que se consideraba responsable de ella, haciendo las veces de mi abuela, que se
había muerto cuando la juventud de las dos hermanas todavía se resistía a
escapar.
La vida de las dos estaba casi por
completo centrada en el cuidado de los hijos.
Yo fui hijo único, hasta los siete años,
lo que a efectos sentimentales se prolongó casi hasta los catorce, ya que hasta
que mi hermana cumplió los siete u ocho años, fue para mí poco más que una
muñeca de peluche.
Por parte de mi tía Pacucha, tenía dos
primos casi de mi edad, por un lado, Danielito que me llevaba 14 meses, y por
otro, Marisa, unos tres años mayor que yo. Mi relación con ellos fue muy
intensa, de pequeños salíamos juntos con nuestras madres, ya de mocitos,
también lo hacíamos, pero solos, sin la supervisión de nuestras progenitoras.
Está claro que debido al dicho “los
niños con los niños, y las niñas con las niñas”, mi relación fue más fuerte con mi primo Daniel, que con Marisa.
Los veranos, los pasábamos juntos, íbamos
a la playa, al Club del Mar, la mayor parte de los días me quedaba a comer en
casa de mi tía.
Por la tarde, con nuestra escopeta de
balines, íbamos de cacería; alguna vez que otra matábamos algún gorrión, que mi
tía Pacucha desplumaba, limpiaba y freía.
Al atardecer, después de la cacería,
bajábamos a la Calle de San Juan, nos reuníamos con mi prima, sus amigas, y
demás niños del barrio, jugábamos al “brilé”;
solo en el caso en que las niñas no apareciesen por tener otras ocupaciones,
tales como jugar a las “casitas” u
otras tonterías por el estilo, sustituíamos aquel juego por el futbol.
Pasaban los veranos, rápidamente, luego
el colegio, enseguida otro verano, pero siempre distinto, en cada uno surgía
algo nuevo, sin darnos cuenta, crecíamos, nuestros gustos y deseos también. Ahora,
al volver de la playa, pasábamos muy despacio por delante del “Bar el Huevito”,
o por “El Odilo”, íbamos muy despacito, para hacernos notar ante mi tío Daniel,
que solía estar con sus amigos, y que nos llamase.
Entonces entrábamos, nos daba una taza de
ribeiro y una tapa. Aún recuerdo el olor fresco de aquel vino turbio y un poco
ácido, aquella mezcla de sabores, la salitre del mar, el vino, el pescadito
frito de tapa, la recomendación de mi tío: ¡No le digáis a Pacucha que estuvisteis
aquí!
Mi tío Daniel era un hombre bueno, un
hombre corpulento, de Lugo, amante del campo, de la aldea, de los niños, le
encantaba cuando algún domingo de verano salíamos las dos familias a comer a la
playa o al campo, le gustaba viajar. Siempre tenía una palabra amable para
nosotros.
El día que murió mi tío Daniel comprendí
que en ese momento había dejado de ser joven. Fue mi último enlace con la
infancia.
Recuerdo un día, ya mozos, que a mi primo
Daniel, se le ocurrió apostar, con otro amigote, que si era capaz o no de
afeitarse la cabeza.
Pues, dale que te pego, ganó la apuesta.
El impacto fue brutal. En una sociedad
tan poco permisiva como la de la primera mitad de los años 60, el ver a un
joven con pelo largo era impactante, pero el verlo con la cabeza rapada era
inimaginable.
Llama mi primo a la puerta de casa, y
sale mi tía Pacucha:
- ¿Qué desea?
- ¡Mamá, que soy yo!
- ¡imbécil! ¿qué hiciste?
No le dio un vahído, porque a mi tía no
le daban vahídos, pero mi primo tuvo que esquivar algún garrotazo que salió del
genio desatado de mi tía.
Pasadas las primeras horas de angustia, y
superado el impacto visual, la familia se reúne alrededor de la mesa del
comedor, todos se sientan en silencio, y mi tía sirve la abundante pitanza.
Mi primo Daniel comienza la masticación,
y lo que nadie esperaba, el movimiento de la mandíbula hace que la musculatura
de cráneo sufra notorios movimientos. Aquella calva bien rasurada con navaja
deja al descubierto contracciones y dilataciones por encima de la frente y en
los parietales.
Mi prima Marisa, queda horrorizada:
- ¡Mamá, se le mueve la cabeza!
- ¡Mamá, que me da mucha grima!
Mi tía Pacucha no sabía que decir, estaba
indignada, y para el colmo era verdad, ¡se le movía la cabeza! Mi tío Daniel
callaba, la tensión se palpaba en el ambiente.
La solución la determinó la jefa de la
casa:
¡De aquí en adelante, y mientras no te vuelva a crecer
el pelo, quedarás castigado a comer solo en la cocina!
Así fue como Danielito, sin haber llegado
a la mayoría de edad, sufrió pena de “EXTRAÑAMIENTO”
No hay comentarios:
Publicar un comentario