J
|
unio de 1976, acababa de ganar las
oposiciones a la Caja de Ahorros. Mi primer destino me llevó a un lugar
completamente desconocido para mí, tanto, que ni siquiera había oído ese nombre
hasta ese momento.
El deseo de conseguir mi primer trabajo
con visos de continuidad, con un salario digno, me produjo una ilusión tan
fuerte, que hasta obvié la incertidumbre que me produjo el tener que vivir en
un lugar absolutamente desconocido. Era evidente, no era el momento de
discutir.
Antes de salir llamé por teléfono a mi
querida costilla, que aguardaba noticias:
- Que ya tengo destino. Me mandan a …
- ¿Y ese pueblo donde queda?
- Pues no lo sé, míralo en un mapa, tengo prisa. Ya hablaremos a la
tarde.
Con la angustia que provoca lo
desconocido, y acompañado del que sería mi director y amigo durante los
próximos años, me dirijo en su coche al destino.
Él me va informando, tranquilizando. Las
casi tres horas de viaje dentro de su coche azul, no las olvidaré nunca. Poco a
poco, y por una carretera difícil, me voy acercando a lo que sería mi hogar
durante los siguientes cinco años.
Esta etapa de mi vida resultó altamente
gratificante, ya que me hizo tomar contacto con la Galicia rural, con grandes
amigos, gente sana, en un período político de gran cambio y lleno de ilusiones.
Tiempo habrá para profundizar y contar
algo del múltiple anecdotario acontecido en este lustro.
Pero lo que hoy me viene a la memoria es
el recuerdo de un caso entrañable, que hace reflexionar sobre la crisis
económica actual, dejando patente la necedad o el absurdo incomprensible de los
movimientos financieros modernos, y lo lejos que se encuentran del
entendimiento y la lógica del ciudadano.
Pues vamos al grano de la cuestión:
Cuando, como antes, entrabas en un
trabajo tan especializado, y sin ninguna formación, tu situación es de “ánima
en pena”, deambulando desconcertado y absorbiendo las indicaciones y enseñanzas
de tus compañeros que pasaban el trabajo de realizar su cometido y el mío.
Para mí, todo iba de sorpresa en
sorpresa. Proviniendo de una cultura urbana, la relación con la sociedad rural
era de contraste.
El caso comienza un día 4, siendo feria
en el pueblo. La oficina estaba completamente llena de gente. Aprovechando que
el día de feria había autobuses a prácticamente todas las parroquias, los
pensionistas venían a cobrar su paga.
Atendíamos como podíamos, era la gran
avalancha, yo todavía neófito, sin soltura, me esforzaba, pero era evidente que
mi eficiencia dejaba bastante que desear.
Un pensionista se presenta a cobrar, le
atiendo, le pago, y acto seguido, y con mucha educación y en voz muy queda, me
dice:
- Neno, enséñame mi dinero.
Mi situación de perplejidad hizo que no
supiera que responder, mi mirada se dirigió a mi director, como una demanda de
“socorro, ¿Qué hago? ¿Qué digo?”.
Esta persona, buen profesional,
experimentado, enseguida se percató de la dificultad, y sin hablar siquiera, se
dirige rápidamente a la caja fuerte, y abriéndola de par en par, descubre la gaveta
donde guardábamos el efectivo, y exclama:
- Señor Manolo, aquí esta, dijo señalando un grupo de fajos de
billetes de mil pesetas.
- Estupendo, pues déjalo hasta la feria del mes que viene. Contestó
muy serio.
A mí se me abrieron los ojos por encima
de la frente, tal era mi sorpresa. Pasados unos segundos volví a la realidad
continuando con el trabajo, que me hizo momentáneamente olvidar el incidente.
Terminada la jornada, y aprovechando un
momento de descanso delante de una cerveza, saco a relucir el tema:
- Mira, yo no entendí lo del señor Manuel, ¿me lo puedes explicar?
- Pues es fácil de entender: Manuel tiene una cuenta de plazo fijo
con 300.000 pesetas, y el entiende que lo que hacemos en los bancos es
guardarlo teniéndolo en custodia, y por eso viene todos los días de feria a
comprobar que está dentro de la caja.
- ¡Pero esto es increíble!
- ¡No tanto! Esta idea, a él le tranquiliza. ¿Quién somos nosotros
para causarle una inquietud, y por otro lado él va a entender el proceso
financiero de la moneda?
- Bien mirado tienes razón.
- Pues espera que aún no viste todo sobre el caso que tanto te
intriga, espera un par de meses a que termine agosto y verás.
Por más que insistí en que me contara el
resto del asunto no conseguí ni una palabra más.
El tiempo pasó, entre novedades y
trabajo, ya que había olvidado del caso, cuando el cuatro de septiembre aparece
Manuel por la oficina y anuncia:
- Mañana vengo a por el dinero.
- Estupendo, mañana se lo preparamos, contesta el director.
En principio no lo entendí muy bien, ya
que no era el director persona fácil para dejar que le cancelaran así como así
una cuenta de plazo.
Yo me atreví a preguntarle:
- Pero… ¿No le vas a decir nada?
- ¡Tranquilo chaval, que de esto todavía entiendes poco!
El hombre siguió manteniendo el suspense.
Al día siguiente amaneció una mañana
espléndida, prometiendo calor, un día radiante, la calma se respiraba en los
prados, las cosechas recién recogidas, la hierba cortada, se olía el aroma del
calor agostado.
Son las nueve de la mañana, entra el
señor Manuel por la puerta, y ya tenía el director un paquete preparado con las
300.000 pesetas. Se las lleva.
Ya no me dejó preguntar:
- Al salir de trabajar, vamos a tomar un vino a casa del señor
Manuel y se te despejará toda la incógnita.
Los emigrantes ya se habían marchado a
sus países de trabajo, el campo pedía vendimia y rematar las faenas del verano,
todo el mundo andaba atareado, muy poca gente venía a la oficina.
Aprovechando que la mañana había sido
parca en labor, salimos un poco antes, y en el coche del director nos dirigimos
a la casa.
Al llegar, el panorama que se presenta es
cinematográfico:
Paramos en un extenso prado delante de la
casa, con una pendiente bastante
pronunciada, y en la parte superior sobresalía un peñasco que levantaba del
suelo medio metro aproximadamente, sentado en la cima, y armado con una
escopeta de caza, cargada, se encontraba el señor Manuel, que nos dio la
bienvenida.
- Ya está casi seco, dentro de un momento os lo podéis llevar.
Y es que efectivamente, el prado estaba
completamente cubierto de billetes de 1.000 pesetas, todos con una piedrecita
encima que impedía que el viento los llevase.
En una mesita al lado de la piedra, tenía
el señor Manuel una jarra de vino, jamón y queso esperando por nosotros.
Entramos a saco a los comestibles y me
explican:
Todos los años, y antes de que llegue el
invierno, el señor Manuel saca los billetes de la Caja de Ahorros y se los
lleva a casa. Allí los lava, uno a uno con agua y jabón, los seca bien al sol y
nos los devuelve para pasar el invierno en la caja fuerte, ya que con tanta
humedad se estropean.
Entre los tres recogimos los billetes y
los llevamos a la oficina.
Al cabo de dos años, se murió el señor
Manuel.
Desgraciadamente nadie volvió a lavar sus billetes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario