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l cine Equitativa era un cine de barrio.
Estaba especializado en lo que se llamaba “Sesión Continua”, es decir, empezaba
una proyección y continuaba, continuaba… hasta que cerraba el cine. Cuando uno
compraba la entrada, le daba el derecho de ver la película todas las veces que
fuese menester hasta el momento de cierre del local.
No era de las salas más baratas, hay que
darse cuenta que podías disfrutar de la proyección tres o cuatro veces con el
precio de una sola entrada, tampoco era de las caras, ya que indiscutiblemente
era un cine de barrio.
¡Cuántas veces “latando” al colegio, nos
hemos metido toda la tarde en el cine Equitativa!
La sala estaba ubicada en la Plaza de
Vigo de A Coruña. Era un edificio bonito con una amplia fachada, la taquilla
daba a la acera, estaba protegida con unos barrotes metálicos de un color
dorado, que era el predomínate del metal de toda la construcción.
Comprabas la entrada, y con aquella
ansiedad que casi hacía reventar el pecho por el deseo de llegar cuanto antes,
subías la escalinata de entrada.
Un portero bien vestido, con un uniforme
gris, muchos galones dorados, que conjuntaban con los botones brillantes de la
chaqueta, cortaba la entrada; acto que constituía la señal de arranque para una
carrera sin límites, exhaustiva, despiadada, cuyo fin era conseguir una butaca
lo más cerca de la pantalla.
Una vez que la butaca estaba elegida y
peleada, entonces tocaba prepararse para aguantar toda la película; para ello salíamos
a la entrada, comprábamos un chicle o cuatro “Darlings” en el ambigú y luego
bajábamos por unas escaleras de mármol, con un pasamanos metálico de un
exquisito dorado, al sótano, donde se encontraban los servicios.
Estas mismas escaleras, pero en sentido
ascendente conducían a los graderíos, que aunque por el mismo precio, siempre
estaban más solitarios, por lo que eran frecuentados por parejas de novios a
los que poco les importaba la película proyectada.
Aquel día mi tía Pacucha nos invitó al
cine, allá fuimos, mi tía, mis primos Marisa, Daniel, mi hermana Pitusa y yo.
Nada me acuerdo de la película, debía de
ser un melodrama de mucho llorar, porque mi tía, que le encantaban esos temas,
se encontraba ensimismada, y que pienso que ni el fragor de la Batalla de
Elviña podría sacarla del arrobamiento producido por lo que estábamos viendo.
En lo más interesante del momento, mi
hermana Pitusa, que no debía de tener más de dos años, irrumpe con un discurso
que expresa un deseo irreversible y que indudablemente viene a interrumpir la
viveza del discurso cinematográfico:
-¡Tía, tengo ganas de hacer pis!
“Cielos, que horror” (piensa mi tía)
-Espérate un poco Pitusita, que en el
descanso te llevo al váter.
-¡Tía, que me hago pis!
La película, que continúa, y cada vez más
interesante.
-¡Que te esperes!
-¡Que no puedo más!
-¡Que sí que puedes!
-¡Que me lo hago!
En estos momentos cruciales las
decisiones que se toman, pueden
condicionar vidas enteras, como cuando Napoleón decidió invadir Rusia.
Mi tía sopesa las posibilidades:
(Si llevo a la niña al servicio, tengo
que salir de la sala, bajar las escaleras, sentarla en el váter, esperar que lo
haga, volverla a vestir, subir corriendo la escalinata, entrar en la sala,
buscar nuestra butaca, sentarnos… ¡y nos hemos perdido el final de la acción de
la película!)
Entonces en voz muy queda, habla con la
niña, de manera que solo nos enterásemos nosotros:
-Pitusita: ¡Agáchate aquí a mi lado que
te tapo con el abrigo y haz pis en el suelo!
-Marisa, mi prima: ¡mamá, por favor!
-Mi primo, y yo: ¡jo, jo…!
Pitusa, que se baja las bragas, mi tía le
pone el abrigo por encima de la cabeza tapando todo el cuerpo, y la pobre que
ya no puede más comienza a expulsar.
Queridos lectores, os aseguro que la niña
tenía razón, tenía muchas ganas.
De hecho recuerdo aquel sonido, que
parecía interminable, chssssss…, el entarimado de madera del cine inclinado
hacia delante hacía que el río discurriese bravamente, sin canalizar, directo
hacia la zona de la pantalla.
En aquel momento parecía que la función era
eterna, es posible que la niña no tuviese fondo, es posible que perdurase días
y días orinando.
Mi tía no podía más:
-¡Termina Pitusita!
-¡No puedo, tía! Tengo muchas ganas.
Mi prima Marisa:
-¡Por favor mamá!
La niña sigue, y sigue…
En ese momento, vemos aparecer por la
puerta de la sala, el terrible acomodador con su linterna.
El ruido se sigue escuchando, el
acomodador acecha con su luz, aunque todavía sin identificar el origen del
sonido.
Mi tía Pacucha:
-¡Acaba Pitusita!
-¡Que no puedo parar!
Marisa:
-¡Por favor!
Pacucha:
-¡Tápate bien, que no te vean!
Pitusa:
-¡Que me ahogo!
El acomodador alumbrado para todos lados,
sin poder identificar lo que pasaba.
Pitusa va parando de orinar, y mi primo
Daniel que está más cerca de pasillo advierte:
-¡La meada llega hasta la pantalla,
recorre por lo menos cinco o seis filas!
Mi tía Pacucha piensa y decide:
“Cuando se encienda la luz se descubrirá
el pastel”, avisados estáis, en el momento que termine la película, y antes de
que ponga “Fin”, con abrigo o sin abrigo, hay que levantarse como balas y
precipitarnos a la calle. Tendremos que salir antes de que encienda la luz de
la sala.
Nuestra agilidad juvenil, aguijoneada con
la diligencia de mi tía Pacucha, hizo que saliéramos todos corriendo, muertos
de risa.
Hoy recordando, pienso que sin saber qué
película estuve viendo aquel día, fue para mí, una de las mejores sesiones de
cine que ha vivido en mi infancia.
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