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sábado, 10 de agosto de 2013

El pecado de la “Carne”

P
ara hacer inteligible lo que me sucedió a mediados, o quizá a finales, de los años 50, deberé previamente, explicar ciertas situaciones, para mí, fundamentales en el relato.

Se supone que a los siete años, un niño como “es debido”, tiene la obligación de hacer la Primera Comunión. Por esta causa, a los cinco o seis años, deberá acudir sistemáticamente al Catecismo.

Como no podía ser menos, mis padres me enviaron a esta temprana edad al Catecismo de la Parroquia. No es que me quede en la mente muchos restos de aquel tiempo y lugar, pero algo sí.

Recuerdo la espera en el atrio de la Iglesia, los juegos con los otros niños antes de empezar, y la salida a trote limpio cuando terminaba el acto.

A la llegada de las “Señoritas” encargadas de la enseñanza, nos poníamos en fila, separados por sexos, y cada uno en el grupo que le correspondía por la edad.

Con los brazos cruzados delante del pecho, íbamos entrando en el recinto, y colocándonos en los bancos correspondientes. La señorita de turno, lo primero que hacía era repartir los tiques de asistencia, que iríamos juntando con los que también daban, por acertar las preguntas del Catecismo durante los exámenes periódicos que el Párroco nos hacía. Estos puntos acumulados, valdrán para canjearlos el día de Reyes, por juguetes, que la Parroquia ponía a disposición de los niños.

Esta actividad consistía en repetir, hasta la saciedad, y a “grito pelado”, las preguntas y respuestas del Catecismo. La idea era llegar a aprendérselo de memoria, y poder llegar a decirlo de corrido, desde luego, sin entender ni pizca el significado de sus frases.

Fuera de lo que podríamos llamar prácticas habituales, teníamos de vez en cuando, la visita de algún predicador, de los que denominaban “de valía”.


Estos señores, que por lo general pertenecían a alguna orden religiosa, siempre venían de uniforme, y ya solamente este hecho nos producía sorpresa y admiración.

Pero lo fundamental era el discurso, siempre relacionado con el fuego de los infiernos, la condenación eterna, las tinieblas…

Un buen día, recuerdo con especial tristeza, un predicador, subido en el púlpito, y con una energía sin igual, comenzó a hablarnos, y dirigiéndose a nosotros, nos dijo:

-Vosotros, jóvenes que estáis en la edad donde el pecado tiene más fácil la entrada, tenéis que estar muy atentos, la condenación la tenéis a vuestro lado.

-En vuestra edad, es muy sencillo caer en el “Pecado de la Carne”, tenéis el infierno a vuestro lado…

Ya no pude seguir pensando, el miedo me dejó paralizado, ¡qué fácil es perderse!

Salí del Catecismo con una idea grabada en mi mente: ¡No caeré!

Cuando iba por la acera hacia casa, mis ojos se abren como cucharas soperas, mi corazón se detiene, y mi alma se pone en guardia: ¡Mi madre saliendo de la Carnicería de Mariño, y con un paquete en la mano!

-¿Qué compraste, mamá?

-Pues unos bistés para comer.

-¡Mamá, yo no tengo hambre!

-Todavía falta mucho para la comida, ¡anda, vete a jugar, que ya te llamaré cuando sea la hora!

-¡Pero es que no tengo hambre!

-¡Eres tonto o qué! ¡Vete que tengo mucho que hacer!

Cuando se ponía así, sabía que no se podía discutir.

Pasé la mañana sin poder enfrascarme en el juego, pensando, y pensando. ¿Cómo podría hacer?

Así pensando y pensando, pasan las horas y siento la voz de mi madre. Subo las escaleras, entro, me lavo las manos, y me siento.

En la mesa se ve una espléndida fuente de bistés con patatas fritas.

-¡Mamá, no tengo hambre!

-¿Qué tienes, te encuentras mal?

-No, es que no me gusta.

(Esa era la palabra mágica para mi madre, solo oírla hacía que ciertos resortes se disparasen).

Mi madre se dobló, tomó la zapatilla de su pie, y mostrándomela amenazadoramente me dijo…

-¡O comes, o te doy!

Ante tamaña precisión argumental, no queda más remedio que transigir.

Aquella noche, en mi cama, lloré desconsoladamente, solo el cansancio del llanto hizo que el sueño acabara ganando la partida.

Pero pese a todo, el mal estaba hecho:

¡Había caído en el pecado de la Carne!