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ara hacer inteligible lo que me sucedió a
mediados, o quizá a finales, de los años 50, deberé previamente, explicar
ciertas situaciones, para mí, fundamentales en el relato.
Se supone que a los siete años, un niño
como “es debido”, tiene la obligación de hacer la Primera Comunión. Por esta causa, a los cinco o seis años, deberá acudir
sistemáticamente al Catecismo.
Como no podía ser menos, mis padres me
enviaron a esta temprana edad al Catecismo de la Parroquia. No es que me quede
en la mente muchos restos de aquel tiempo y lugar, pero algo sí.
Recuerdo la espera en el atrio de la
Iglesia, los juegos con los otros niños antes de empezar, y la salida a trote
limpio cuando terminaba el acto.
A la llegada de las “Señoritas”
encargadas de la enseñanza, nos poníamos en fila, separados por sexos, y cada
uno en el grupo que le correspondía por la edad.
Con los brazos cruzados delante del
pecho, íbamos entrando en el recinto, y colocándonos en los bancos
correspondientes. La señorita de turno, lo primero que hacía era repartir los
tiques de asistencia, que iríamos juntando con los que también daban, por
acertar las preguntas del Catecismo durante los exámenes periódicos que el
Párroco nos hacía. Estos puntos acumulados, valdrán para canjearlos el día de
Reyes, por juguetes, que la Parroquia ponía a disposición de los niños.
Esta actividad consistía en repetir,
hasta la saciedad, y a “grito pelado”, las preguntas y respuestas del
Catecismo. La idea era llegar a aprendérselo de memoria, y poder llegar a decirlo
de corrido, desde luego, sin entender ni pizca el significado de sus frases.
Fuera de lo que podríamos llamar prácticas
habituales, teníamos de vez en cuando, la visita de algún predicador, de los
que denominaban “de valía”.
Estos señores, que por lo general
pertenecían a alguna orden religiosa, siempre venían de uniforme, y ya
solamente este hecho nos producía sorpresa y admiración.
Pero lo fundamental era el discurso,
siempre relacionado con el fuego de los infiernos, la condenación eterna, las
tinieblas…
Un buen día, recuerdo con especial
tristeza, un predicador, subido en el púlpito, y con una energía sin igual,
comenzó a hablarnos, y dirigiéndose a nosotros, nos dijo:
-Vosotros, jóvenes que estáis en la edad
donde el pecado tiene más fácil la entrada, tenéis que estar muy atentos, la
condenación la tenéis a vuestro lado.
-En vuestra edad, es muy sencillo caer en
el “Pecado de la Carne”, tenéis el
infierno a vuestro lado…
Ya no pude seguir pensando, el miedo me
dejó paralizado, ¡qué fácil es perderse!
Salí del Catecismo con una idea grabada
en mi mente: ¡No caeré!
Cuando iba por la acera hacia casa, mis
ojos se abren como cucharas soperas, mi corazón se detiene, y mi alma se pone
en guardia: ¡Mi madre saliendo de la Carnicería de Mariño, y con un paquete en la
mano!
-¿Qué compraste, mamá?
-Pues unos bistés para comer.
-¡Mamá, yo no tengo hambre!
-Todavía falta mucho para la comida,
¡anda, vete a jugar, que ya te llamaré cuando sea la hora!
-¡Pero es que no tengo hambre!
-¡Eres tonto o qué! ¡Vete que tengo mucho
que hacer!
Cuando se ponía así, sabía que no se
podía discutir.
Pasé la mañana sin poder enfrascarme en
el juego, pensando, y pensando. ¿Cómo podría hacer?
Así pensando y pensando, pasan las horas
y siento la voz de mi madre. Subo las escaleras, entro, me lavo las manos, y me
siento.
En la mesa se ve una espléndida fuente de
bistés con patatas fritas.
-¡Mamá, no tengo hambre!
-¿Qué tienes, te encuentras mal?
-No, es que no me gusta.
(Esa era la palabra mágica para mi madre,
solo oírla hacía que ciertos resortes se disparasen).
Mi madre se dobló, tomó la zapatilla de
su pie, y mostrándomela amenazadoramente me dijo…
-¡O comes, o te doy!
Ante tamaña precisión argumental, no
queda más remedio que transigir.
Aquella noche, en mi cama, lloré
desconsoladamente, solo el cansancio del llanto hizo que el sueño acabara
ganando la partida.
Pero pese a todo, el mal estaba hecho:
¡Había caído en el pecado de la Carne!