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martes, 28 de julio de 2020

Rosina


H

ace poco se murió un gran referente de la “Izquierda” española, ya es agua pasada, pero en realidad lo que quiero es resaltar la repercusión mediática que tuvo, ciertamente su vida fue un ejemplo para los demás, muere una persona dedicada a la defensa de los desfavorecidos, y es necesario reconocer esa gran labor para que otro, mucho más joven, recoja la bandera caída y continúe con ella hasta la cota más alta.

Sin embargo, esta gran trascendencia, no es igual para todos. Se dice siempre de los imprescindibles, pero, quién sabe quiénes son:

¿Son aquellos que llevan una línea ideológica toda su vida?

¿Pueden ser aquellos que dan todo lo que tienen a los demás?

¿Acaso serán aquellos que se dedican a defender los derechos de los que por sí mismos no pueden?

Es posible, pero no todos cuentan lo mismo para el público en general, y es por eso, que hoy tengo que contar algo:

Ayer en una playa de Moaña, se murió la compañera Rosina, se fue a bañar sola, y en el silencio de la soledad se rompió su vida. Nadie se pudo despedir, ni ella se despidió de nadie, pero estoy seguro que, de querer, serían cientos en la cola.

Hasta pronto, Rosina:

Me despido de una compañera luchadora, que en plena dictadura, en los peores momentos militó en las JOC (Juventudes Obreras Católicas), lo que suponía los primeros enfrentamientos de la clase obrera con el régimen de Franco al amparo de la Doctrina Social de la Iglesia.

Enfermera militante de CCOO, gran cuidadora de los suyos y de los otros. Suyas son las reivindicaciones de todos, suyo era el cariño y el acogimiento de los que lo necesitaban.

 

Ya no te veré en las manifestaciones, pero de aquí en adelante dejaré un espacio libre a mi lado en tu recuerdo.

 Paco Cuba


martes, 8 de agosto de 2017

El Sifón y la Gaseosa

Mi tía Pacucha y mi tío Daniel, junto con mis primos Marisa y Daniel, vivían en Coruña, en la Calle de San Juan.

Mi primo Daniel y yo éramos casi de la misma edad, y por el hecho de no tener hermanos has cumplidos los siete años, fue Daniel, para mí, el hermano de la infancia. Como todos los niños, jugamos, nos divertimos, nos peleamos…; pero lo importante es que juntos crecimos, y juntos abrimos las puertas de la vida.

Nuestros veranos de Coruña, como casi todos los niños de la ciudad, estaban relacionados con el mar, con la playa, playa y playa; desayunábamos playa, comíamos playa, cenábamos playa, y si me apuran dormíamos soñando con la playa.

Nuestras tareas diarias se resumían en Playa de San Amaro, Club del Mar, bicicleta, por la tarde caza de pájaros con escopeta de balines en los Pelamios, …

Hoy, bien pasados los 60 años, estando en un bar, pude ver algo que hacía mucho tiempo no pasaba por delante de mis ojos, y que me recordó olvidadas travesuras de niños con imaginación, y que para vivir buscábamos experiencias, que muchas veces constituían verdaderas trastadas.

El hecho a que me voy a referir se produce en la nevera de mi tía Pacucha. Cuando me refiero a la “nevera”, que el lector no piense en ese armario que tenemos en casa, provisto de un motor, y cargado de no sé qué gas, y que produce el frio necesario para la conservación de los alimentos. La “nevera” de mi tía no disponía te tanta tecnología, estamos en los años cincuenta, y una casa de tipo medio en España, no disponía de tales artilugios.

La “nevera”, le llamábamos en casa a una pequeña habitación interior provista de un pequeño ventanuco, cargada de humedad, y donde se pasaba un frio espantoso, incluido en el verano.
Entiéndase también que en aquella época prácticamente no disponíamos de ningún dispositivo de calefacción para el hogar, salvo la cocina.

En aquella habitación, llamada “nevera”, se guardaban los chorizos, salchichones, lacones, cacheiras, patatas, y demás productos que traían mis tíos de la aldea.

Lo que hoy he visto en un bar de Vilanova de Arousa, tiene relación con lo que guardábamos en la “nevera”, se trata ni más ni menos que de un auténtico “Sifón”, que parece que vuelven a fabricar y en su modelo primitivo, de grueso vidrio y con su camisa de protección, en este caso plástica.

Pues sí, en la “nevera”, también se guardaban sifones y gaseosas.

Los sifones eran los de antes, con mecanismo metálico, y sin protección, ya que cuando se ponían en la mesa se cubrían con unas fundas metálicas de quita y pon.

Las gaseosas estaban provistas de un sistema metálico de cierre a presión con un precinto de papel que lo recubría.

En ambos casos, los envases eran retornables, y además caros, por lo que nos cuidábamos mucho de no romperlos.

El refugio de mi primo y mío, era la “nevera”, allí nos escondíamos de la mirada de mi tía, y tramábamos nuestros planes:
Con mucho silencio, cuidando que no nos oyeran, abríamos una gaseosa, y a morro, y por turnos, íbamos bebiendo y bebiendo, hasta terminarla, quedábamos “ENGUACHINADOS”, que viene a ser algo así (supongo), como los que se ponen a oler pegamento, pero en plan años cincuenta.

Por supuesto, que quedábamos hechos polvo, con tanto líquido, y tanto gas.

Con el sifón teníamos otro juego, hay que reconocer que el ácido carbónico, aun siendo agradable por sus burbujas, resultaba más duro que la gaseosa.

Lo que hacíamos era colocar la boca en el pitorro de salida del líquido y apretar la válvula de salida, con lo que se produce dentro de la boca como una explosión de burbujas, que incluso llegaba a salir disparada por la nariz.

Todo esto era muy divertido, salvo que se diera cuenta mi tía, que en cuyo caso nos quedaban dos opciones: escapar corriendo escaleras abajo (un cuarto piso), saltando de tramo en tramo, e irnos para la calle a esperar que se le pasase el enfado, o bien recibir estoicamente la conocida zapatilla de mi tía Pacucha, que tantas y tantas veces se acercó a nuestras posaderas.


Mi querida tía, hoy estaría en la cárcel cumpliendo condena por causa de “Un Sifón y Una Gaseosa”

sábado, 25 de febrero de 2017

Las pilas del Tiovivo

S
oy abuelo.


Ya va para tres años, de un niño, de nombre Leo, lo veo casi todos los días, me encargo de levantarlo, vestirlo, lavarlo, darle el desayuno, y por último llevarlo a la guardería.

Todas estas operaciones llevan aparejadas otras adicionales, juegos, lectura de cuentos, buena conversación, etc.

Este jueves fue para mí un día especial, y para que se entienda quisiera remontarme un par de años antes.

Mi buena amiga Pepa, que está coladita por el niño, en uno de sus varios regalos le envió un precioso tiovivo de colores, con cuatro caballitos que giran en su peana al son de la música, sólo hay que darle cuerda para que suene y gire.

Todos los días tomaba el desayuno en presencia de los caballitos moviéndose, con los que imaginativamente compartía las cucharadas de comida.

El miércoles pasado, jugando, el tiovivo cayó al suelo, y los caballitos se doblaron con el golpe, Leo en su inocencia trató de enderezarlos, con lo que se quedó con los caballitos en la mano, al romperse definitivamente las varillas que los sujetaban a la peana.

Al día siguiente, y con tristeza, me informó de lo sucedido y a la vez con tierna súplica me dice:

-   ¡Abuelo! ¿Me lo arreglas?
-   Leo, no puedo, porque está rota la madera.

Desde luego, estoy seguro, que no entendió bien el argumento, porque su cara denotó su perplejidad.
Entonces con una mirada, de esas que se acercan despacito al corazón, me dice suavemente:

-   ¡Abuelo, entonces cómprale pilas!

Siento inmediatamente dos gotas de agua que oscurecen mi vista.


Nada pude responder, sólo pude ofrecerle un beso y un abrazo, que se disolvieron en un río de ternura.

sábado, 13 de febrero de 2016

Don Juan Neira

Estas Navidades tuve un encuentro afortunado.
Debo decir que pasé gran tiempo en mi ciudad natal: A Coruña.

Tuve, pese a las ocupaciones debidas a las fechas, oportunidad de dar algún paseo en solitario por la ciudad de mi infancia. Como es tradicional, las visitas a la familia me ocuparon la mayor parte del tiempo, pero ciertas escapadas a los lugares de mi niñez, permiten que pueda establecer el relato que hoy me ocupa.

Paseando por lo que se conoce por Cuatro Caminos, y después de tomar una agradable cerveza en la Cervecería de la Estrella de Galicia, crucé la plaza para adentrarme en el parque que se encuentra al pie del viaducto de entrada a la ciudad, al lado de la iglesia de San Pedro de Mezonzo.

Recordando la figura de Don José Toubes, el párroco de mi parroquia en mi infancia. Personaje con circunstancias especiales, ya que su formación intelectual, su vocación periodística, le llevó a fundar el periódico “El Ideal Gallego”, hombre que defendió a sus vecinos en aquellos malos momentos de la guerra y la posguerra.

Pensando en esto, me encuentro de narices con una persona, querida, antiguo compañero de instituto de mi padre, amigo de la familia, y amigo de todos.

Nada menos que con un hombre fallecido, recuerdo entrañable, que de bruces me lo encuentro hecho de bronce, con su misma chaquetilla, si idéntica mirada, las manos en los bolsillos, y su aire tranquilizador.

Me doy cuenta de lo que ya sabía de antemano, tengo delante el monumento que la ciudad erigió, al que se le llamó el médico de los pobres.

Vivió y desarrolló su profesión en el barrio de Santa Lucía, donde nací, barrio de pescadores, y gentes trabajadoras de pocos recursos. Le tocó vivir una mala época, el final de la guerra, la posguerra, el hambre, la persecución…

Muchos de los desamparados encontraron ayuda de su mano, mano tendida que no sólo se limitaba al acto médico, sino también a lo económico.

Hombre afable, comunicativo, simpático, siempre sonriente. Para cualquier dolencia acudíamos a él. Haré notar que la Seguridad Social, tal y como la entendemos en este momento era una utopía.

Pues el caso que voy a relatar, vivido y sufrido en primera persona, es típico y ejemplo de la relación que tenía con sus pacientes.

A mis catorce años padecí una infección dolorosa en el pene, y según la apreciación muy acertada de Don Juan, era debida a un problema de fimosis que padecía desde mi nacimiento.

Efectuada la cura como consecuencia de esa primera aparición infecciosa, indica el médico a mis padres, que lo más adecuado sería ir pensando en una circuncisión parcial, ya que este proceso se reproducirá cada vez con más frecuencia.

Entre advertencia y advertencia, el tiempo va pasando y vuelve a aparecer la infección, dejando a las claras la necesidad imperiosa de la intervención quirúrgica.

Don Juan Neira, con su humor tradicional, indica:

-   Eso no es nada, mándame al chaval a la consulta mañana, que te lo devuelvo con un pito nuevo.

Pues efectivamente, al día siguiente, es mi padre quien me acompaña a la consulta, dejándome en la sala de espera con una frase que exculpa la ausencia de mi madre:

-   Esto son cosas de hombres, pórtate bien.

Lo cierto era que a mí no me daba ningún temor estar con don Juan Neira, ya que era simpático y amable con los niños.

Cuando me toca pasar, no nos olvidemos que la sala de espera era lo más parecido a un mercado, me recibe con una palmadita en la cabeza y la frase lapidaria:

-   Ven, que te vamos a arreglar el paquete.

En la sala estaba con él un practicante que le iba a ayudar.

Me acuestan en la camilla, desnudo de cintura para abajo, y comienzan con la anestesia.

Don Juan se pone a cantar un cuplé de moda mientras procede a pinchar con una jeringuilla llena de anestesia todo alrededor de la zona de procedimiento.

Yo no sé si gritaba, si lloraba… lo que si me acuerdo es del dolor que me supuso.

-   Estate quieto ¡coño!

-   No seas quejica que no te puede doler…

Yo no sé si oía o me lo imaginaba… estaba en trance.

Comienza la intervención cortando con una tijera el prepucio sobrante, lo sujeta con pinzas y empiezan a coser.

Es en este momento, en el que el practicante, con un movimiento extraño, da un golpe al flexo que alumbraba la zona de operación, cae al suelo y se desprende la base.

Como un resorte, Don Juan recoge los restos, y tomándolo por el trozo de brazo flexible que le quedaba sano, me lo acerca, y dice:

-   Alumbra, ¡coño!

Ya estoy yo con el trozo de flexo en la mano, semiincorporado en la camilla, alumbrando la operación, viendo como cosen lo descosido, y escuchando a coro entre Don Juan y el practicante:

Fumando espero,
Al hombre que yo quiero…

Terminada la operación de costura, me ayudan a poner los pantalones, y Don Juan, con un cachete cariñoso, me despide diciendo:

-   ¡anda, vete para casa! Y vete despacio no te vaya a caer “eso” por el camino.


Los vecinos de Santa Lucía y Castiñeiras, creo que nunca te olvidaremos.

lunes, 28 de diciembre de 2015

Las diez campanadas de fin de año

E
stos tiempos que vivimos me hacen estremecer, me hacen recordar otros momentos duros vividos en mi infancia, y quiera la suerte de la política que no los volvamos a vivir.

Yo nací en el año 1951 en plena posguerra, todavía llegué a ser titular de la cartilla de racionamiento, aunque en breve fue eliminada. Pero continuaron durante muchos años muchas restricciones, no solamente económicas, sino que también políticas, morales, tecnológicas y de las diversa índoles que se nos ocurran.

Mi padre empezó a trabajar en el Banco de España en el año 1938, su primer destino fue en Sevilla, luego lo trasladaron a Santiago de Compostela, y posteriormente A Coruña.


En aquellos tiempos los bancos tenían jornada de mañana y tarde, ya que solo se consiguió la jornada continua, es decir de 8 a 15, después de una larga lucha acompañada de huelga del sector.

Pero lo fundamental en este caso, es que no existían ordenadores, y las cuentas se hacían a mano (que conste que yo, habiendo empezado a trabajar en la Caja de Ahorros el año 1976, todavía se hacían los cálculos a mano, y se anotaban las libretas con bolígrafo).

El día 31 de diciembre de cada año, los trabajadores de la banca, estaban convocados en sus oficinas correspondientes, para realizar un trabajo ímprobo, penoso, largo, tedioso…, se trataba de calcular los intereses de todas las cuentas de la sucursal.

Malamente estos empleados tomaban las uvas con sus colegas, y seguían calculando, calculando, calculando…, hasta las 3 o 4 de la mañana.

Durante los años de mi infancia, nunca tuve la oportunidad de tomar las uvas con mi madre y mi padre en casa.

Pero ahora que ya soy mayor, me viene a la mente, que mi madre tampoco vivió un fin de año en familia en veinte años.

Todo esto no quiere decir que en mi casa no se tomaran las uvas.

¡Si se tomaban!

El día de fin de año, mi madre siempre me tenía una cena especial, y siempre tenía dispuesta mi gaseosa en copa de champán.

A las nueve de la noche, mi madre y yo, nos poníamos a cenar. Siempre ponía algo de la comida de año nuevo (en la que estábamos siempre todos), o un trozo de pavo, o cochinillo, o cualquier otra cosa.

Tenía que apurar a cenar, porque enseguida llegaban las campanadas, la radio estaba encendida, hablaban del año nuevo, de mejores proyectos, todo iba bien, el país crecía, era el año 1955, no había calefacción, ni agua caliente en casa, ni demasiada corriente eléctrica.

La cena, mamá me miraba, me abrigaba con una manta…
-   Apura, que dan las campanadas, (un beso).
-   Ya apuro, espera…
-   La radio avisa, pronto darán las señales horarias.
-   Fría noche en la mesa camilla.
-   Nochevieja de soledad.

Las uvas están en la mesa, la radio está preparada, van a dar las señales horarias.

Mamá con una campana en la mano, toca la hora, uva a uva, despacio para no atragantarme, golpe  a golpe, tomo las diez uvas…, cansado, cansado, muy cansado, me lleva a la cama.

Mañana veré a mi papá…

Este relato va dedicado a todos los trabajadores del sector, y que en este momento socio-político se encuentran en grave situación de seguridad en su puesto de trabajo.


domingo, 13 de septiembre de 2015

Del Obelisco a Ramón de la Sagra – “La gran aventura”

S

ería el año 1956 o 1957, desde luego el mes de agosto, ya que mis abuelos de Madrid venían siempre a pasar ese mes a Coruña, y recuerdo que ese día estaban presentes.

Mi abuelo era procurador, y por tanto, como todos los oficios relacionados con las leyes, el mes de agosto era de vacaciones debido al cierre de los tribunales.

Tenían la costumbre de pasar sus vacaciones en Coruña, escapando del calor de Madrid, se hospedaban en el Hotel España, en la Plaza de Mina, o en la Fonda La Orensana, un pequeño hotel, muy familiar, situado en la Calle de los Olmos, este último era el más habitual.

Recuerdo que el comedor estaba situado en el primer piso, y que a horas distintas de las comidas, se convertía en salón donde los huéspedes podían recibir sus visitas, donde se jugaba a las cartas, al ajedrez, al dominó… y además disponía de un piano con el que alguien solía tocar al atardecer melodías tradicionales.

Aquel año, como otros muchos, mis abuelos habían anunciado su llegada en el Exprés de Madrid, que saliendo a las ocho de la mañana, tenía su llegada a la una del mediodía del día siguiente de su salida, a la preciosa Estación del Norte de Coruña.

Como siempre, fuimos mis padres y yo, a la estación a recibirlos en un taxi, de aquellos que llevaban dos asientos plegables entre el conductor y el asiento principal de pasajeros. Luego nos dirigimos a “La Orensana”, donde los dejamos para que comieran tranquilos y descansaran del agotador viaje de 29 horas de un tren cargado de humo y carbonilla.

Después de una buena siesta, nos volvimos a reunir en el “Café Oriental”, un hermoso local situado frente al Obelisco en el chaflán que formaba la Calle Real con la Avenida de La Marina.


Allí servían copas de helado, yogures en frascos de cristal, batidos, leche merengada, horchata… es decir, todo lo que no estaba al alcance de un niño.

Está muy claro que solo íbamos cuando nos visitaban los abuelos.

Era aquel día de verano un día de especial calor, nos habíamos sentado en la terraza del bar, debajo del toldo, el nordeste de Coruña en aquel lugar suavizaba un poco la elevada temperatura.

La tarde era tranquila, silenciosa, yo tomaba un batido de fresa, cuando…, se escucha a lo lejos una música, un coche anunciando un estreno de una película de cine, tirando folletos de mano por la calle, se acerca a velocidad reducida, los niños lo persiguen, la situación recuerda el cuento del “Flautista de Hamelín”.

El bullicio que formaban el coche, la música, el pregón, y los niños corriendo, era irresistiblemente atrayente.

Ese coche que con su deambular lento, el sonido a todo trapo, y el ajetreo de todos para recoger la propaganda de la película, que iban tirando al aire, era como un imán atrayendo al hierro, ahí estábamos todos, dándolo todo, tratando de acaparar el máximo posible de folletos, todos corríamos, gritábamos, pedíamos más y más y mucho más, ninguno estaba satisfecho.

Yo no lo pude resistir, inmerso en la vorágine de la masa de chiquillería, corrí, traté de coger los folletos que volaban, pero mis 5 o 6 años no me proporcionaban la suficiente habilidad, perdía distancia, el coche andaba lento pero más deprisa que yo.

Me fui distanciando, y cuando ya un poco aturdido, llegué a la Plaza de Orense, vi con estupor, que el coche anuncio empezó a ganar velocidad, y el resto de los muchachos perseguidores comenzaron a desaparecer.

Es en este momento, que tomo conciencia, que me encuentro en medio de la calle, solo, perdido… recuerdo que intuí que mi casa se encontraba muy cerca, pero sin saber por dónde.

Me di cuenta que me encontraba solo, y completamente desamparado.

Bruscamente, como un golpe, los ojos se me humedecieron, la vista se me emborronó, y el ya imparable llanto oscureció el resto de mis sentidos.

Sentí que unas sombras desfilaban a mí alrededor, sin poder distinguir su naturaleza. No era capaz de comprender si eran objetos o personas.

Mi llanto se hacía cada vez más fuerte, no existía ni el concepto de tiempo ni de espacio, solo angustia.

La situación para mí, era absolutamente incierta, mi cerebro no era capaz de pensar más que en el desamparo, por eso, todo mi cuerpo expresaba un llanto sin principio ni fin, era como la máquina del movimiento continuo, jamás podría dejar de llorar.

Noté en ese momento que alguien me tomaba de la mano, y un dolor agudo me sobresaltaba e interrumpía los hipidos del llanto. Este dolor estaba propiciado por un insistente golpear de una mano contra mis nalgas.

Se trataba de la mano de mi madre, que con su acción produce en mí un efecto igual que a un motor eléctrico a que de repente le cortan la alimentación.

Súbitamente desaparece la situación de desamparo, y la realidad vuelve a mí, me rodea, percibo las figuras, las gentes, los coches a mí alrededor.

Mi mamá, me grita no sé qué de irme solo, de escapar de mis padres… el culo se me puso rojo, pero yo no presté mucha atención. Solo pensaba que ya no estaba solo, que volvía a mi casa con mis papás, ¡que ya estaría siempre acompañado!


Con todo cariño para Amparo

viernes, 5 de junio de 2015

Un beso de mamá

E

s cierto que poco tiene que ver este título con la pesca, pero si desarrollamos el relato quizá encontremos algo en común.

Se da el caso, que recuerdo perfectamente mi primer experiencia de pesca. Era el principio del verano, hacía poco que nos dieran las vacaciones, cuando por causa de mis pocos años, las vacaciones eran algo sin usar, una incógnita, una apertura de la imaginación hacia lo ignoto.

Los chicos mayores del barrio, decidieron iniciar las jornadas estivales de pesca.

Nosotros, los pequeños estábamos que no cabíamos: ¡vamos de pesca!

Eso estaba bien, pero el primer obstáculo era convencer a nuestras mamás.

Se crea la comisión gestora de permisos, ya que era evidente que los permisos había que obtenerlos con la influencia y presión de la “masa”.

-¿Señora, deja venir al niño a pescar al “Muro”?

Se entiende el “Muro del Este” como el lugar donde se desembarcaba el pescado en Coruña, donde a pocos metros se encontraba la lonja.

-¡Que se va a caer, que es muy pequeño!

-¡Que no señora, que vamos pequeños y mayores y estaremos todos juntos!

-¡Vas a coger frio!

-¡Te prometo mamá que no me quito el jersey!

-¿Qué vas a hacer tú con los mayores?, es mejor que quedes jugando en la acera.

-¡Bo, mamá, que van todos y me quedo solo!

(Pim, Pam, Pum, Pim, Pam Pum)

-¡Vaaaale, pues vete!

(Todos)
-¡Gracias señoraaaaa!

Para todo el proceso hacía falta parte de logística.

Primero ir a los efectos navales a comprar una caña de pescar, que realmente consistía en una caña de bambú en dos piezas, un carrete de tanza que se amarraba en la punta, un corcho flotador, unos plomos y algún anzuelo.

Lo siguiente era conseguir el cebo. La pandilla, sobre todo los mayores, tenían experiencia, y estaban perfectamente preparados para tal empresa.

La mañana que íbamos a salir a pescar, todos en grupo, seríamos como una docena, nos adentramos en la plaza del pescado, y vendedora por vendedora, nos acercábamos a dar la “murga”:

-¿Ten unha xurela para pescar?

-¿Non nos pode dar un puñado de berberechos para ir pescar?

Aquellas mujeres siempre tenían algo para el grupo de intrépidos pescadores.

Después de comer, con idea de pasar una tarde de pesca, nos acercamos al “Muro”. La entrada fue jovial, la alegría me desbordaba, nerviosismo en estado puro. Menos mal que me ayudaron a extender la caña de dos piezas, porque yo era incapaz.

Los mayores enseñaban a los más pequeños lo que debíamos hacer, donde tirar la línea, como poner el cebo, a esperar, a vigilar el flotador, etc.


Entonces: ¡angustia! ¡se hunde el corcho! ¡pica un pez!, los mayores me ayudan y aconsejan:

-Espera, no tires.

-Ahora sí.

¡Por fin, es un Lorcho! ¡Es el primero!

Cierto que era muy pequeñito, pero lo pesqué yo.

Luego de poner cebo nuevo, tiro la línea, y al cabo de un rato, otro tirón, esta vez una faneca, también pequeña, pero faneca.

Al siguiente lance, la línea se engancha en el fondo, y a fuerza de tirar de ella para querer liberarla, rompe y quedo sin herramienta.

Es un momento de frustración y tristeza, delante de todos quedo como lo que era, un inexperto pescador. Al fin me veo obligado a pasar la tarde mirando como pescan los demás.

Llega el crepúsculo, los colores violáceos que se reflejan en el mar, impiden percibir las oscilaciones de los corchos. Los mayores dan orden de retirada.

Todos muy contentos con las bolsas de los pescados cobrados, yo triste.

Cuando volvemos a casa, algo me corroe por dentro, llevo dos míseros pececitos, que de ninguna manera alcanzan para la cena de la familia. Mis ojos se humedecen de rabia contenida que procuro que no se perciba.

-¡Mamá, ya llegué!

-¡Pescaste! ¡Qué bien!

La cena estaba hecha, pero esos dos pescaditos, los limpió con mucho cuidado y lo frió.
Fue mi aperitivo, eso, y un beso de mi mamá.

Hoy, pasados los 60 años, fui como todas las mañanas a recoger a mi nieto para llevarlo a la guardería. Estaba dormido, y su mamá lo despertó con un beso, fue uno de esos besos que dan las mamás y quedan tatuados en la cara para siempre.


Entonces me vino a la memoria el sabor de los pescaditos y el de aquel beso que consoló la tristeza.