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sábado, 23 de noviembre de 2013

La primavera, el tintero altera.

T


uve durante los dos primeros cursos del bachillerato un profesor, Don Jesús, hombre curioso, tenía una voz aflautada, que a la concurrencia estudiantil hacía reír, sus gestos amanerados, solemne en todas sus manifestaciones orales, pero tenía un punto muy flaco, padecía un terror casi enfermizo a las abejas.

La llegada de la primavera, traía a la clase la novedad del calor, el sol, el aire de la calle…

Todo el efecto renovador de la vida venía a posarse sobre las cabezas de aquellos grupos de niños que oscilaban entre diez y once años.

La llegada del calor hacía que la salida del colegio la amenizáramos con un retorno a casa mucho más bucólico que en el invierno. Solíamos volver a través del monte de Santa Margarita, donde empezaban a aparecer las primeras flores, con ellas, aparecían también aquellos insectos alados, que tan beneficiosos son para la vida.

Los primeros revoloteos de las abejas marcaban el banderazo de salida para la primera travesura primaveral.

¡Comienza la caza de abejas!

La operación era muy sencilla, justo cuando veías una abeja encima de una margarita en el suelo, se le lanzaba encima la cartera, repleta de libros y libretas, pero que no mataba, la dejaba tonta, momento que aprovechábamos para introducirla en una caja de cerillas vacía.

Levantábamos la cartera, que en aquel entonces su carga durante todo el período escolar no producía lesiones de columna, y debido a aquel peso, el insecto en cuestión, queda como en letargo durante un buen rato.

Una vez que teníamos varias cajas de cerillas con su abeja correspondiente, nos presentábamos en clase de Don Jesús.

Pero antes tenemos que conocer lo que era un aula en esos tiempos:

Nos sentábamos en pupitres de dos o tres personas, eran de madera, y estaban construidos en una sola pieza que comprendía tanto el banco como el pupitre en sí.

El mesado del pupitre era un cajón que se abría con una tapa basculante por arriba, y que disponía de un agujero para el tintero, recipiente donde se vertía un líquido compuesto por una disolución de unos polvos que se preparaban todos los días y que los usuarios de la manecilla y el plumín consumíamos tanto en la escritura como en las manos y en la boca, lo que significaba que después de las clases de caligrafía debíamos de sufrir una exhaustiva sesión de lavado por parte de nuestras respectivas madres.

Por mi parte fui testigo de la aparición del bolígrafo y la pluma estilográfica al alcance de cualquiera, ya que antes era privilegio de los pudientes.

Con el “bolígrafo Bic”, fueron desapareciendo los tinteros, pero no sus agujeros.

Pues bien, dicho todo esto, voy a explicar la cuestión que nos atañe:

Cada caja de cerillas se colocaba dentro de un pupitre. Su parte exterior se fijaba con una chincheta en la base interior del cajón del pupitre.

El cajetín móvil de la cerillera se ataba con un hilo, que se mantenía lo suficientemente largo para que saliese del cajón, y estuviese al alcance del usuario a la espera de la orden fatal.

Cuando la cosa estaba lo suficientemente armada, y Don Jesús se encontraba en plena disertación, un compañero del final de la clase tenía, por sorpresa, un terrible acceso de tos.
Esa era la señal.

Todos tirábamos del hilo, con lo que las cajas quedaban al descubierto, y las abejas libres.

Los insectos al ver la luz de los agujeros de los tinteros, no lo pensaban demasiado, salían disparándose hacia la luz y el aire.

Cuando empezaban a asomar, los gritos eran indescriptibles, daba la impresión de que el pánico se adueñaba de la clase.

Los muchachos se subían a las mesas, gritaban, se abrazaban con un terror que podría hacer palidecer a los más serenos.

Don Jesús, que ya no podía más, escapaba a secretaría, para ver si el resto de sus compañeros de más edad podía ampararlo.

El escándalo en el aula era tremendo, todos estábamos excitados, el jolgorio era brutal.

Por la escalera venía corriendo Don Fermín, el Jefe de Estudios, y que además tenía unos pulmones excepcionales, ya que cuando tocaba el silbato para iniciar la jornada y dar la orden de entrada en el colegio, se escuchaba hasta casi un quilómetro de distancia.

Don Fermín ya se olía la tostada y subía corriendo con un esbozo de sonrisa, no consentida, en la boca.

-   ¡Abrir inmediatamente las ventanas!

-   ¡Todos castigados durante un mes sin recreo!

-   ¡OOOOOOOOOOOhhhhh! (alarido)

-   ¡Bueno, si os portáis bien, le pediré a Don Jesús que os perdone!

-   ¡Graciassssssssss, don Fermíiiiiiiiin!

La clase vuelve a su redil, sujeto, verbo, complemento directo…

La primavera volverá el año próximo, otros niños aprobarán ingreso y vendrán otros niños a primero; las abejas volverán con otros nuevos escolares…

Y yo…

Yo voy a cumplir 63 años, y quiero una caja de cerillas, para cuando nazca mi nieto en el mes de febrero tenérsela preparada para enseñarle como se usa.

¡La tecnología punta no puede morir con una generación!


sábado, 9 de noviembre de 2013

La Tía Preciosa

D
urante las décadas cuarenta y cincuenta del siglo pasado, fueron tiempos de racionamiento, de hambre, de pobreza; como hoy, fueron tiempos de crisis, aunque ésta situación fuese producida por motivos diferentes.

En aquel tiempo la crisis fue causada por la Guerra Civil, y remachada por la II Guerra Mundial.

Existía una gran diferencia con la crisis actual, no me quiero extender en las causas, porque de sobra son conocidas, me meteré con ciertos efectos, y concretamente con la desgracia de la “Emigración”.

Hoy la juventud se ve obligada a emigrar, pero los que emigran, suelen  ser muchachos y muchachas bien formados y preparados, y además casi ninguno con cargas familiares, antaño era totalmente diferente.

Las grandes carencias económicas de entonces hicieron que los pueblos se vaciasen, tomando las maletas hombres y mujeres, jóvenes y mayores, con la idea de hacer fortuna, y siguiendo una tradición de siglos solo interrumpida por el breve lustro de la II República.

Entonces, la formación era deficiente o nula, salía de España mano de obra sin ninguna especialización, dispuesta a realizar los peores y más duros trabajos.

Pero la voluntad era inmensa, el espíritu y el deseo de progreso de los que se marchaban, para ellos y los seres queridos que dejaban en la tierra, era tan grande, que hacía de aquellos brazos, palancas de hierro.

La nula educación sexual, junto con la total ausencia de planificación familiar, hacía que los jóvenes formasen familias tempranas, y se cargaran de hijos enseguida.

Por eso mismo la emigración fue especialmente dolorosa, padres que tuvieron que desprenderse de aquellos hijos, dejándolos al cuidado de familiares que se hicieran cargo de ellos.

¡Cuántos hijos de abuelos hubo en España!

¡Qué dolor el de aquellos padres y madres que pasaron años y años sin poder verlos!

Especialmente en el caso de la emigración a los estados Americanos, era casi imposible hacer visitas periódicas, por lo que pasaban años y años sin ver a sus familias, sin volver a sus antiguos hogares, solo había trabajo, trabajo, escribir una carta, esperar una contestación, cada año o dos una fotografía, más trabajo, envío de dinero, ¿Qué hacen los niños?, ahora estudian el bachillerato, ahora Manolito entró a trabajar, Luisita está acabando magisterio.

A ver si dentro de dos años podemos viajar y veros…

Pues para todo esto, había que tener unos abuelos que quedasen en casa, que se hicieran cargo de una nueva familia, y que asumiesen el papel que sus padres tuvieron que abandonar.

También podemos hablar de otra figura, si cabe más sacrificada:

“La Tía”.

Había muchos casos en que la hermana de un padre o una madre se decidía a sacrificar su vida propia, y hacerse cargo de toda la prole.

La tarea no era pequeña, se prestaría a hacer de madre y padre, en muchos casos hasta de hija de padres mayores y dependientes.

Pues bien, yo conocí una, y pude ver sus peripecias, claro que este era un caso muy especial.

Una muy querida amiga y sus hermanos, tuvieron la desgracia de quedar sin sus padres, por las necesidades del momento.

Padres que marchan para Venezuela, padres que deben de dejar a sus tres hijos en una aldea Orensana.
Plantearse llevarlos es imposible, si acaso más tarde. ¿Qué podemos hacer?

Está la Tía Preciosa. ¡Solucionado!

Pues he de decir que la tía Preciosa, era en aquel entonces una mujer joven, enjuta, fuerte, aunque muy menuda, daba la impresión que hubiese nacido un soleado día de calma, un día de primavera, no muy caluroso.

Era una mujer que agradaba, a nadie dio la oportunidad de un enfado, hasta ni siquiera tenía que reñir a los niños pequeños, porque irradiaba tal verdad que imponía sus razones sin necesidad de exponerlas.

Era como un faro en la niebla, nunca se alteraba por nada, pero alumbraba el camino.

Su fortaleza no tenía límite, ella tenía fuerzas para cuidar sobrinos de unos y de otros, mayores dependientes, la casa, el huerto, las viñas, los animales, las gallinas, el cerdo, los conejos…

Nunca tuvo un día de descanso, y muchísimos días de trabajo y de cariño a los demás.

Poco a poco todos nos fuimos haciendo mayores, y ella más, porque el tiempo nunca perdona.

La tía Preciosa, como manda ese inexorable tiempo, fue haciéndose víctima de los males que la mente nos tiene reservados en estos tiempos modernos.

La tía Preciosa, fue perdiendo poco a poco su memoria, y comenzó incluso a desconocerse a sí misma.

Nunca perdió la compostura ni la educación, de hecho, ya en el tiempo de la enfermedad, un buen día la llevaron al hospital para un reconocimiento rutinario, y una enfermera, subrogándose el derecho de tuteo, aunque con buenas formas le preguntó:

¿Qué tal estás abuelita?

La respuesta fue educada y tajante:

¡Hay neniña, por más que me esfuerzo, no acabo de recordar donde comimos el pulpo juntas!

Despacito, muy despacito, se fue consumiendo, se fue apagando, sin molestar, como diciendo: ¡yo por aquí no estuve!

¿Quién puede hacerse la idea de cómo una mujer sola, con un montón de niños a su cargo, sale adelante en aquellos difíciles años cincuenta, y como decide asumir una vida dedicada a los hijos de los demás?

¿Quién puede hacerse la idea de esas noches solitarias, de esos madrugones para preparar el fuego de la cocina y tenerla caliente para levantar a los chiquillos?

En que pudo pensar ella, día tras día, noche tras noche, trabajo tras trabajo…

Lo que sí puedo asegurar, es que la tía Preciosa, era “Tía” de todo aquel que entraba por esa casa, que siempre tenía una palabra y un consejo para cualquier caminante.

Por eso y mucho más, la tía Preciosa, también era mi “Tía”.

La tía Preciosa, un mal día se nos fue, y no como cualquiera, también se fue sin molestar, solo nos dejó la herida de la ausencia.

El olvido es imposible. Su recuerdo, quedará impreso en nuestro corazón; su ejemplo de abnegación, desinterés por sí misma, su bondad, y su sabiduría, quedará impregnado en todos aquellos cuyas vidas rozaron su andadura.

Y por eso y mucho más, si pudiese escribir un poema se lo haría.

Y por eso y mucho más, si pudiese cantarle una canción se la cantaría.

Por eso en su recuerdo pongo algo de uno que sabe hacerlo mucho mejor que yo.


Preciosa, has sido un ejemplo para mí.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

La tía Pacucha nos llevó al cine Equitativa

E
l cine Equitativa era un cine de barrio. Estaba especializado en lo que se llamaba “Sesión Continua”, es decir, empezaba una proyección y continuaba, continuaba… hasta que cerraba el cine. Cuando uno compraba la entrada, le daba el derecho de ver la película todas las veces que fuese menester hasta el momento de cierre del local.

No era de las salas más baratas, hay que darse cuenta que podías disfrutar de la proyección tres o cuatro veces con el precio de una sola entrada, tampoco era de las caras, ya que indiscutiblemente era un cine de barrio.

¡Cuántas veces “latando” al colegio, nos hemos metido toda la tarde en el cine Equitativa!

La sala estaba ubicada en la Plaza de Vigo de A Coruña. Era un edificio bonito con una amplia fachada, la taquilla daba a la acera, estaba protegida con unos barrotes metálicos de un color dorado, que era el predomínate del metal de toda la construcción.

Comprabas la entrada, y con aquella ansiedad que casi hacía reventar el pecho por el deseo de llegar cuanto antes, subías la escalinata de entrada.

Un portero bien vestido, con un uniforme gris, muchos galones dorados, que conjuntaban con los botones brillantes de la chaqueta, cortaba la entrada; acto que constituía la señal de arranque para una carrera sin límites, exhaustiva, despiadada, cuyo fin era conseguir una butaca lo más cerca de la pantalla.

Una vez que la butaca estaba elegida y peleada, entonces tocaba prepararse para aguantar toda la película; para ello salíamos a la entrada, comprábamos un chicle o cuatro “Darlings” en el ambigú y luego bajábamos por unas escaleras de mármol, con un pasamanos metálico de un exquisito dorado, al sótano, donde se encontraban los servicios.

Estas mismas escaleras, pero en sentido ascendente conducían a los graderíos, que aunque por el mismo precio, siempre estaban más solitarios, por lo que eran frecuentados por parejas de novios a los que poco les importaba la película proyectada.

Aquel día mi tía Pacucha nos invitó al cine, allá fuimos, mi tía, mis primos Marisa, Daniel, mi hermana Pitusa y yo.

Nada me acuerdo de la película, debía de ser un melodrama de mucho llorar, porque mi tía, que le encantaban esos temas, se encontraba ensimismada, y que pienso que ni el fragor de la Batalla de Elviña podría sacarla del arrobamiento producido por lo que estábamos viendo.
En lo más interesante del momento, mi hermana Pitusa, que no debía de tener más de dos años, irrumpe con un discurso que expresa un deseo irreversible y que indudablemente viene a interrumpir la viveza del discurso cinematográfico:

-¡Tía, tengo ganas de hacer pis!

“Cielos, que horror” (piensa mi tía)

-Espérate un poco Pitusita, que en el descanso te llevo al váter.

-¡Tía, que me hago pis!


La película, que continúa, y cada vez más interesante.

-¡Que te esperes!

-¡Que no puedo más!

-¡Que sí que puedes!

-¡Que me lo hago!

En estos momentos cruciales las decisiones que se toman,  pueden condicionar vidas enteras, como cuando Napoleón decidió invadir Rusia.

Mi tía sopesa las posibilidades:

(Si llevo a la niña al servicio, tengo que salir de la sala, bajar las escaleras, sentarla en el váter, esperar que lo haga, volverla a vestir, subir corriendo la escalinata, entrar en la sala, buscar nuestra butaca, sentarnos… ¡y nos hemos perdido el final de la acción de la película!)

Entonces en voz muy queda, habla con la niña, de manera que solo nos enterásemos nosotros:

-Pitusita: ¡Agáchate aquí a mi lado que te tapo con el abrigo y haz pis en el suelo!

-Marisa, mi prima: ¡mamá, por favor!

-Mi primo, y yo: ¡jo, jo…!

Pitusa, que se baja las bragas, mi tía le pone el abrigo por encima de la cabeza tapando todo el cuerpo, y la pobre que ya no puede más comienza a expulsar.

Queridos lectores, os aseguro que la niña tenía razón, tenía muchas ganas.

De hecho recuerdo aquel sonido, que parecía interminable, chssssss…, el entarimado de madera del cine inclinado hacia delante hacía que el río discurriese bravamente, sin canalizar, directo hacia la zona de la pantalla.

En aquel momento parecía que la función era eterna, es posible que la niña no tuviese fondo, es posible que perdurase días y días orinando.

Mi tía no podía más:

-¡Termina Pitusita!

-¡No puedo, tía! Tengo muchas ganas.

Mi prima Marisa:

-¡Por favor mamá!

La niña sigue, y sigue…

En ese momento, vemos aparecer por la puerta de la sala, el terrible acomodador con su linterna.

El ruido se sigue escuchando, el acomodador acecha con su luz, aunque todavía sin identificar el origen del sonido.

Mi tía Pacucha:

-¡Acaba Pitusita!

-¡Que no puedo parar!

Marisa:

-¡Por favor!

Pacucha:

-¡Tápate bien, que no te vean!

Pitusa:

-¡Que me ahogo!

El acomodador alumbrado para todos lados, sin poder identificar lo que pasaba.

Pitusa va parando de orinar, y mi primo Daniel que está más cerca de pasillo advierte:

-¡La meada llega hasta la pantalla, recorre por lo menos cinco o seis filas!

Mi tía Pacucha piensa y decide:

“Cuando se encienda la luz se descubrirá el pastel”, avisados estáis, en el momento que termine la película, y antes de que ponga “Fin”, con abrigo o sin abrigo, hay que levantarse como balas y precipitarnos a la calle. Tendremos que salir antes de que encienda la luz de la sala.

Nuestra agilidad juvenil, aguijoneada con la diligencia de mi tía Pacucha, hizo que saliéramos todos corriendo, muertos de risa.


Hoy recordando, pienso que sin saber qué película estuve viendo aquel día, fue para mí, una de las mejores sesiones de cine que ha vivido en mi infancia.

domingo, 3 de noviembre de 2013

Otoño

E
ntró por la puerta de atrás, despacito, sin querer molestar, es una estación que va apareciendo muy suavemente. No se sabe cómo, pero el verano fue desapareciendo, casi sin sentirlo, y dejó entrar en nuestro cuarto el espíritu otoñal.

Aparece nuestro amigo como una neblina muy bajita, primero nos trae las hermosas manzanas, la laboriosa vendimia, el olor a la fermentación, las castañas, las nueces…

Pero lo más llamativo es que aparecen las aguas, llueve y llueve, los ríos, antes agostados, se llenan, los montes, se vuelven plateados con los reflejos de los torrentes.

Nuestras parras se van llenando del color del invierno, y se van desprendiendo despacito de sus hojas, como diciéndoles: “ya no te necesito, ya no hace falta que me protejas del sol”.

Los días se vuelven cada vez más fríos, la luz se atenúa, va ganando la noche, poco a poco, vamos quedando inmersos en el mundo del claroscuro, nos rodeamos de una visión en blanco y negro de las cosas.

Pero el otoño es bueno para evocar nuestros recuerdos:
·         La entrada en el colegio, con la cartera nuevecita, la gabardina nueva (que la del año pasado me quedó pequeña).
·         Los zapatos de Segarra, que son estupendos para el agua.
·         Otro plumier de madera, porque todos los años se me rompe.
·         Mi madre, que el primero de noviembre me mandaba a la calle con un collar de castañas cocidas al cuello.
·         Las visitas al cementerio, para poner flores a los “difuntiños”, un ramo había que dejarlo en la cruz de los “olvidados”.

No es tristeza lo que nos entra por el cuerpo, también es alegría, es el “Samaín”, son los “Magostos”, son los niños andando por la calle con sus calabazas y sus pinturas.

Son días para pasear bajo la lluvia, para coger setas, castañas, para pensar, para acordarse de los que ya no están, para sentarse junto al fuego…

Hoy salí a pasear en bicicleta por la ribera del Umia, desbordada de agua. El rio anegaba el camino, pero la luz ofrecida por los pocos rayos de sol que las nubes permitieron, dan tal belleza al humedal, que junto con sus garzas y sus cormoranes, hicieron que un paseo dificultoso, se convierta en agradable y hermoso.

En una palabra: bienvenido amigo Otoño.

Todo esto no es tristeza, esto se llama:

Melancolía

Yo os deseo a todos vosotros que disfrutéis de un muy feliz otoño lleno de melancolía.