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lunes, 28 de diciembre de 2015

Las diez campanadas de fin de año

E
stos tiempos que vivimos me hacen estremecer, me hacen recordar otros momentos duros vividos en mi infancia, y quiera la suerte de la política que no los volvamos a vivir.

Yo nací en el año 1951 en plena posguerra, todavía llegué a ser titular de la cartilla de racionamiento, aunque en breve fue eliminada. Pero continuaron durante muchos años muchas restricciones, no solamente económicas, sino que también políticas, morales, tecnológicas y de las diversa índoles que se nos ocurran.

Mi padre empezó a trabajar en el Banco de España en el año 1938, su primer destino fue en Sevilla, luego lo trasladaron a Santiago de Compostela, y posteriormente A Coruña.


En aquellos tiempos los bancos tenían jornada de mañana y tarde, ya que solo se consiguió la jornada continua, es decir de 8 a 15, después de una larga lucha acompañada de huelga del sector.

Pero lo fundamental en este caso, es que no existían ordenadores, y las cuentas se hacían a mano (que conste que yo, habiendo empezado a trabajar en la Caja de Ahorros el año 1976, todavía se hacían los cálculos a mano, y se anotaban las libretas con bolígrafo).

El día 31 de diciembre de cada año, los trabajadores de la banca, estaban convocados en sus oficinas correspondientes, para realizar un trabajo ímprobo, penoso, largo, tedioso…, se trataba de calcular los intereses de todas las cuentas de la sucursal.

Malamente estos empleados tomaban las uvas con sus colegas, y seguían calculando, calculando, calculando…, hasta las 3 o 4 de la mañana.

Durante los años de mi infancia, nunca tuve la oportunidad de tomar las uvas con mi madre y mi padre en casa.

Pero ahora que ya soy mayor, me viene a la mente, que mi madre tampoco vivió un fin de año en familia en veinte años.

Todo esto no quiere decir que en mi casa no se tomaran las uvas.

¡Si se tomaban!

El día de fin de año, mi madre siempre me tenía una cena especial, y siempre tenía dispuesta mi gaseosa en copa de champán.

A las nueve de la noche, mi madre y yo, nos poníamos a cenar. Siempre ponía algo de la comida de año nuevo (en la que estábamos siempre todos), o un trozo de pavo, o cochinillo, o cualquier otra cosa.

Tenía que apurar a cenar, porque enseguida llegaban las campanadas, la radio estaba encendida, hablaban del año nuevo, de mejores proyectos, todo iba bien, el país crecía, era el año 1955, no había calefacción, ni agua caliente en casa, ni demasiada corriente eléctrica.

La cena, mamá me miraba, me abrigaba con una manta…
-   Apura, que dan las campanadas, (un beso).
-   Ya apuro, espera…
-   La radio avisa, pronto darán las señales horarias.
-   Fría noche en la mesa camilla.
-   Nochevieja de soledad.

Las uvas están en la mesa, la radio está preparada, van a dar las señales horarias.

Mamá con una campana en la mano, toca la hora, uva a uva, despacio para no atragantarme, golpe  a golpe, tomo las diez uvas…, cansado, cansado, muy cansado, me lleva a la cama.

Mañana veré a mi papá…

Este relato va dedicado a todos los trabajadores del sector, y que en este momento socio-político se encuentran en grave situación de seguridad en su puesto de trabajo.


domingo, 13 de septiembre de 2015

Del Obelisco a Ramón de la Sagra – “La gran aventura”

S

ería el año 1956 o 1957, desde luego el mes de agosto, ya que mis abuelos de Madrid venían siempre a pasar ese mes a Coruña, y recuerdo que ese día estaban presentes.

Mi abuelo era procurador, y por tanto, como todos los oficios relacionados con las leyes, el mes de agosto era de vacaciones debido al cierre de los tribunales.

Tenían la costumbre de pasar sus vacaciones en Coruña, escapando del calor de Madrid, se hospedaban en el Hotel España, en la Plaza de Mina, o en la Fonda La Orensana, un pequeño hotel, muy familiar, situado en la Calle de los Olmos, este último era el más habitual.

Recuerdo que el comedor estaba situado en el primer piso, y que a horas distintas de las comidas, se convertía en salón donde los huéspedes podían recibir sus visitas, donde se jugaba a las cartas, al ajedrez, al dominó… y además disponía de un piano con el que alguien solía tocar al atardecer melodías tradicionales.

Aquel año, como otros muchos, mis abuelos habían anunciado su llegada en el Exprés de Madrid, que saliendo a las ocho de la mañana, tenía su llegada a la una del mediodía del día siguiente de su salida, a la preciosa Estación del Norte de Coruña.

Como siempre, fuimos mis padres y yo, a la estación a recibirlos en un taxi, de aquellos que llevaban dos asientos plegables entre el conductor y el asiento principal de pasajeros. Luego nos dirigimos a “La Orensana”, donde los dejamos para que comieran tranquilos y descansaran del agotador viaje de 29 horas de un tren cargado de humo y carbonilla.

Después de una buena siesta, nos volvimos a reunir en el “Café Oriental”, un hermoso local situado frente al Obelisco en el chaflán que formaba la Calle Real con la Avenida de La Marina.


Allí servían copas de helado, yogures en frascos de cristal, batidos, leche merengada, horchata… es decir, todo lo que no estaba al alcance de un niño.

Está muy claro que solo íbamos cuando nos visitaban los abuelos.

Era aquel día de verano un día de especial calor, nos habíamos sentado en la terraza del bar, debajo del toldo, el nordeste de Coruña en aquel lugar suavizaba un poco la elevada temperatura.

La tarde era tranquila, silenciosa, yo tomaba un batido de fresa, cuando…, se escucha a lo lejos una música, un coche anunciando un estreno de una película de cine, tirando folletos de mano por la calle, se acerca a velocidad reducida, los niños lo persiguen, la situación recuerda el cuento del “Flautista de Hamelín”.

El bullicio que formaban el coche, la música, el pregón, y los niños corriendo, era irresistiblemente atrayente.

Ese coche que con su deambular lento, el sonido a todo trapo, y el ajetreo de todos para recoger la propaganda de la película, que iban tirando al aire, era como un imán atrayendo al hierro, ahí estábamos todos, dándolo todo, tratando de acaparar el máximo posible de folletos, todos corríamos, gritábamos, pedíamos más y más y mucho más, ninguno estaba satisfecho.

Yo no lo pude resistir, inmerso en la vorágine de la masa de chiquillería, corrí, traté de coger los folletos que volaban, pero mis 5 o 6 años no me proporcionaban la suficiente habilidad, perdía distancia, el coche andaba lento pero más deprisa que yo.

Me fui distanciando, y cuando ya un poco aturdido, llegué a la Plaza de Orense, vi con estupor, que el coche anuncio empezó a ganar velocidad, y el resto de los muchachos perseguidores comenzaron a desaparecer.

Es en este momento, que tomo conciencia, que me encuentro en medio de la calle, solo, perdido… recuerdo que intuí que mi casa se encontraba muy cerca, pero sin saber por dónde.

Me di cuenta que me encontraba solo, y completamente desamparado.

Bruscamente, como un golpe, los ojos se me humedecieron, la vista se me emborronó, y el ya imparable llanto oscureció el resto de mis sentidos.

Sentí que unas sombras desfilaban a mí alrededor, sin poder distinguir su naturaleza. No era capaz de comprender si eran objetos o personas.

Mi llanto se hacía cada vez más fuerte, no existía ni el concepto de tiempo ni de espacio, solo angustia.

La situación para mí, era absolutamente incierta, mi cerebro no era capaz de pensar más que en el desamparo, por eso, todo mi cuerpo expresaba un llanto sin principio ni fin, era como la máquina del movimiento continuo, jamás podría dejar de llorar.

Noté en ese momento que alguien me tomaba de la mano, y un dolor agudo me sobresaltaba e interrumpía los hipidos del llanto. Este dolor estaba propiciado por un insistente golpear de una mano contra mis nalgas.

Se trataba de la mano de mi madre, que con su acción produce en mí un efecto igual que a un motor eléctrico a que de repente le cortan la alimentación.

Súbitamente desaparece la situación de desamparo, y la realidad vuelve a mí, me rodea, percibo las figuras, las gentes, los coches a mí alrededor.

Mi mamá, me grita no sé qué de irme solo, de escapar de mis padres… el culo se me puso rojo, pero yo no presté mucha atención. Solo pensaba que ya no estaba solo, que volvía a mi casa con mis papás, ¡que ya estaría siempre acompañado!


Con todo cariño para Amparo

viernes, 5 de junio de 2015

Un beso de mamá

E

s cierto que poco tiene que ver este título con la pesca, pero si desarrollamos el relato quizá encontremos algo en común.

Se da el caso, que recuerdo perfectamente mi primer experiencia de pesca. Era el principio del verano, hacía poco que nos dieran las vacaciones, cuando por causa de mis pocos años, las vacaciones eran algo sin usar, una incógnita, una apertura de la imaginación hacia lo ignoto.

Los chicos mayores del barrio, decidieron iniciar las jornadas estivales de pesca.

Nosotros, los pequeños estábamos que no cabíamos: ¡vamos de pesca!

Eso estaba bien, pero el primer obstáculo era convencer a nuestras mamás.

Se crea la comisión gestora de permisos, ya que era evidente que los permisos había que obtenerlos con la influencia y presión de la “masa”.

-¿Señora, deja venir al niño a pescar al “Muro”?

Se entiende el “Muro del Este” como el lugar donde se desembarcaba el pescado en Coruña, donde a pocos metros se encontraba la lonja.

-¡Que se va a caer, que es muy pequeño!

-¡Que no señora, que vamos pequeños y mayores y estaremos todos juntos!

-¡Vas a coger frio!

-¡Te prometo mamá que no me quito el jersey!

-¿Qué vas a hacer tú con los mayores?, es mejor que quedes jugando en la acera.

-¡Bo, mamá, que van todos y me quedo solo!

(Pim, Pam, Pum, Pim, Pam Pum)

-¡Vaaaale, pues vete!

(Todos)
-¡Gracias señoraaaaa!

Para todo el proceso hacía falta parte de logística.

Primero ir a los efectos navales a comprar una caña de pescar, que realmente consistía en una caña de bambú en dos piezas, un carrete de tanza que se amarraba en la punta, un corcho flotador, unos plomos y algún anzuelo.

Lo siguiente era conseguir el cebo. La pandilla, sobre todo los mayores, tenían experiencia, y estaban perfectamente preparados para tal empresa.

La mañana que íbamos a salir a pescar, todos en grupo, seríamos como una docena, nos adentramos en la plaza del pescado, y vendedora por vendedora, nos acercábamos a dar la “murga”:

-¿Ten unha xurela para pescar?

-¿Non nos pode dar un puñado de berberechos para ir pescar?

Aquellas mujeres siempre tenían algo para el grupo de intrépidos pescadores.

Después de comer, con idea de pasar una tarde de pesca, nos acercamos al “Muro”. La entrada fue jovial, la alegría me desbordaba, nerviosismo en estado puro. Menos mal que me ayudaron a extender la caña de dos piezas, porque yo era incapaz.

Los mayores enseñaban a los más pequeños lo que debíamos hacer, donde tirar la línea, como poner el cebo, a esperar, a vigilar el flotador, etc.


Entonces: ¡angustia! ¡se hunde el corcho! ¡pica un pez!, los mayores me ayudan y aconsejan:

-Espera, no tires.

-Ahora sí.

¡Por fin, es un Lorcho! ¡Es el primero!

Cierto que era muy pequeñito, pero lo pesqué yo.

Luego de poner cebo nuevo, tiro la línea, y al cabo de un rato, otro tirón, esta vez una faneca, también pequeña, pero faneca.

Al siguiente lance, la línea se engancha en el fondo, y a fuerza de tirar de ella para querer liberarla, rompe y quedo sin herramienta.

Es un momento de frustración y tristeza, delante de todos quedo como lo que era, un inexperto pescador. Al fin me veo obligado a pasar la tarde mirando como pescan los demás.

Llega el crepúsculo, los colores violáceos que se reflejan en el mar, impiden percibir las oscilaciones de los corchos. Los mayores dan orden de retirada.

Todos muy contentos con las bolsas de los pescados cobrados, yo triste.

Cuando volvemos a casa, algo me corroe por dentro, llevo dos míseros pececitos, que de ninguna manera alcanzan para la cena de la familia. Mis ojos se humedecen de rabia contenida que procuro que no se perciba.

-¡Mamá, ya llegué!

-¡Pescaste! ¡Qué bien!

La cena estaba hecha, pero esos dos pescaditos, los limpió con mucho cuidado y lo frió.
Fue mi aperitivo, eso, y un beso de mi mamá.

Hoy, pasados los 60 años, fui como todas las mañanas a recoger a mi nieto para llevarlo a la guardería. Estaba dormido, y su mamá lo despertó con un beso, fue uno de esos besos que dan las mamás y quedan tatuados en la cara para siempre.


Entonces me vino a la memoria el sabor de los pescaditos y el de aquel beso que consoló la tristeza.

sábado, 10 de enero de 2015

El Admiral Graf Spee (Consecuencias de una guerra)

E
l año 2014, se cumplió el primer centenario del comienzo de la primera guerra mundial. El recuerdo de sus consecuencias hace temblar a la conciencie más dura. Pero el objeto de mi relato no es reflejar toda esa desgracia.

Yo no soy la persona indicada para reflejar esta barbarie, porque mi mente repugna todo tipo de violencia, y por ende, la guerra.

Pero para desarrollar el argumento de mi narración, sí que necesitamos saber algunas cosas que este suceso trajo sobre el mundo de la época.

Cuando termina la I Guerra Mundial, en el 1918, se firma el armisticio de Versalles, con lo que se le impone a Alemania, como potencia perdedora, una serie de condiciones, entre otras, la destrucción de gran parte del armamento pesado, así como la limitación dentro de sus fábricas de armas y astilleros, dejando su supervisión a las potencias ganadoras del conflicto.

Una de las grandes penalizaciones dentro de la construcción de barcos de guerra, fue la limitación del tonelaje.

La consecuencia fue que Alemania no pudiese durante el período de entreguerras, construir grandes acorazados, que en el mar, eran en ese momento el armamento definitivo, y el que aseguraba la prevalencia de las grandes potencias en el océano.

La industria alemana no se amilanó, y dentro de esa carrera armamentística, producto de entreguerras, desarrolló una nueva tecnología, tratando de vencer la carencia que obligaba el tratado de Versalles.
Se crearon lo que se dio en llamar “Acorazados de Bolsillo”, que consistían en barcos de medio tonelaje, autorizados por el tratado, pero con una potencia de fuego de un acorazado, insólito en el momento.

Uno de los más admirados, botado en su momento a bombo y platillo por el propio Adolf Hitler, fue el “Admiral Graf Espee”.

En el triste acuerdo de la “no intervención” dentro de la Guerra Civil Española” navegó como vigilante de las costas de la península, costeando e iniciando sus prácticas para la futura II Guerra.

En el 1939, y terminada la guerra española, a la espera de órdenes de invasión de Polonia, el Graf Espee, recala en el puerto de A Coruña, más tarde se hace a la mar, y comienza el período pre-guerra persiguiendo y hundiendo barcos de transporte en el atlántico sur.

Es perseguido por la flota inglesa, y se refugia en el puerto de Montevideo donde por su carácter neutral obliga al Graf Spee a salir a mar abierto por presiones de los Aliados.

El capitán, a la salida del puerto, decide preservar el secreto de la tecnología del acorazado y frente a la imposibilidad de escapar decide hundir su barco en el medio del Río de La Plata.

Los supervivientes fueron capturados, hechos prisioneros en un campo de concentración en la isla Martín García, de donde se fugan el cuatro oficiales, en el velero Halcón, cruzando el Atlántico, y llegando a las Canarias y de allí a Alemania poco antes de terminar la guerra, eludiendo la vigilancia marítima de los aliados.

Curiosamente este velero fue encontrado por unos aficionados al mundo de la vela de A Coruña, y en este momento se encuentra restaurado y fondeado en el Club Náutico de la ciudad.

Pues bien, retrocediendo unos años, allá por 1938,el Graf Spee, en su labor de vigilancia de las costas españolas, arriba al puerto de A Coruña para avituallarse y hacer una visita de cortesía a la ciudad, ya que en ese momento estaba constituida como un feudo franquista.

El acorazado organiza unas jornadas de puertas abiertas para los coruñeses. El movimiento propagandístico del III Reich estaba exultante, y la mayoría de la población se consideraba germanófila.

Las colas que se formaron para subir al barco eran eternas, pero un coruñés como es debido aguanta a pie firme las inclemencias y las incomodidades en aras de la novedad.

Una de las grandes innovaciones que presentaba el buque era su descomunal telémetro. Para los que ignoren este ya antiguo aparato les diré que es un instrumento óptico con unas lentes enormes, colocadas a cada costado del barco. Si miramos por el aparato un objeto lejano, y al estar las dos lentes tan separadas, lo veremos borroso, desenfocado, si movemos las lentes hacia el punto concreto, lo iremos aclarando, una vez que esté claro, enfocado, sabremos su distancia, ya que formará parte de un triángulo isósceles donde conocemos el tamaño de la base y los ángulos que forman los dos lados restantes.


Bien, pues aunque parece una tontería, esto forma parte esencial de mi relato, en el que interviene parte de mi familia.
 


Un día de verano, mi tía Pacucha, que en aquel momento tenía unos adolescentes 18 años, estaba encargada por mi abuela Eulogia, de llevar a sus dos hermanos con dos primos, todos bastante más pequeños, a la playa de San Amaro.

Como el día estaba bueno, salieron temprano, y como tenían mucho tiempo, fueron dando un paseo por Los Pelamios, que era una zona rocosa donde rompían las olas, y de difícil acceso.

Jugando, jugando, escalando las rocas, los niños lo iban pasando estupendamente.

Mi tía Pacucha sintió de repente como la vejiga pedía espacio, intentó por todos los medios aguantar, cuando ya no fue posible, trató de esconderse de los niños para que no la vieran, imposible, pero como la cabeza en los momentos de necesidad actúa, se le ocurrió iniciar un juego:

-Vosotros os escondéis, y yo os busco.
-Vale.
-Cuento cincuenta.

Echaron todos a correr, y el que más y el que menos se escondió detrás de una roca.

Aprovechó entonces, y tranquilamente y en cuclillas fue dando rienda suelta a su necesidad.

Seguidamente aparecieron todos los niños, y juntos se dirigieron a la playa.

Después del baño, y de vuelta a casa, primero dejan a los primos, que vivían muy cerca.

El tío Jacinto estaba casado con la tía Pepita, hermana de mi abuela, y por lo tanto tía carnal de Pacucha, y madre de los primos que les acompañaban.

Pues con mucha sorna el tío Jacinto se dirige a mi tía Pacucha y le dice:

-Pacucha, si tienes que hacer pis, de nada vale que mandes marchar a los niños, si te está viendo toda Coruña.


Y es que el telémetro del Admiral Graf Spee, con su óptica alemana de última generación, y en su demostración ante el pueblo de Coruña calculó la distancia existente entre el barco y una adolescente haciendo pis en Los Pelamios.