Buscar este blog

sábado, 15 de febrero de 2014

Batallitas de un Abuelo

D
e momento, la memoria, como podéis ver queridos lectores, no me está fallando, lo demuestra toda la serie de evocaciones a épocas pasadas.

En estos momentos, que ya me empiezo a considerar abuelo, porque en breves fechas saldrá al mundo mi primer nieto Leo, voy a dedicar este relato, a todos los niños que lo quieran leer, con la advertencia de que no es original, es un  “sucedido” relatado por mi abuelo José, que me aseguró haber sido el protagonista.

Estamos en estos momentos en conmemoración de una triste fecha, hace exactamente un siglo que empezó, para desgracia de la humanidad la “Gran Guerra”.

Como todas las guerras, y acaso esta mucho más, se pensaba que daría fin al resto de las contiendas en el mundo, su fin debería coincidir con la deseada “Paz Universal”. La Historia nos certifica que esa esperanza era mentira, ya que posteriormente, y hasta hoy, desde 1918 creo que ni se pueden contar los conflictos bélicos.

En España, sobre todo para conocimiento de los más jóvenes, y especialmente para mi futuro nieto, recordaré que también tuvimos unos dolorosos años de guerra, que aunque muchos no lo vivimos, sí que padecimos sus terribles consecuencias. Fue nuestra desgraciada y fratricida “Guerra Civil”, sufrida por nuestros abuelos.

Es el caso de mi abuelo José. Recién llegado de la emigración (como buen gallego), se instala en A Coruña, donde tenía algunas raíces, no muchas, ya que tanto él como mi abuela y su hijo (mi padre) eran oriundos de San Simón da Costa, parroquia de Vilalba, un pequeño municipio de la provincia de Lugo.

La posición de José ante el conflicto era de pura pasividad, no estaba muy interesado por la cuestión (venía bastante escaldado por las múltiples revoluciones mejicanas).

La guerra le pilló en Coruña, una plaza que si bien en un principio defendió la legalidad constituida, no tardó en caer en manos de los sublevados.

Mi abuelo, con intereses económicos y familiares en la ciudad, se apuntó inmediatamente al bando ganador, y como ya tenía una cierta edad, y con motivo de esquivar el posible reclutamiento y un posible destino en el frente de batalla, decidió alistarse en lo que se llamó la “Milicia Cívica”, que era un cuerpo de voluntarios que hacían funciones de vigilancia en las zonas ocupadas.

Una tarde a finales de enero del año 1938, les comunican que en los alrededores de Coruña había unos movimientos sospechosos, y que podrían estar relacionados con un ataque del “Maquis”.

A la vista del informe, la superioridad, destaca a varias patrullas de la mencionada “Milicia Cívica”, para que establezcan una vigilancia en la zona durante unos días.

Repartieron los destinos y turnos, y a mi abuelo, junto con otro compañero, les tocó patrullar en la zona de Betanzos. Su turno era desde la hora de comer hasta la cena, un camión los dejó en el lugar indicado, una pequeña aldea con muy pocos habitantes, y con la indicación de que se presentaran en el punto de recogida a unos pocos quilómetros a las 23:00 horas.



La tarde estaba fría, el campo estaba desierto, no se veía un alma, la bruma extendida sobre los bosques hizo pensar a esta pareja, que si apareciese un alma, tendría por fuerza que ser un “alma en pena”.

Durante toda la tarde estuvieron deambulando por esos campos en penumbra, su empeño era el de no ser vistos, porque ¿para qué vamos a enfrentarnos con nadie?

A la entrada de la noche van procurando el retorno, despacio, sin cansarse demasiado, sin arriesgar, se trata de llegar. Resulta que para llegar al punto de encuentro deben de cruzar un pequeño cementerio. La noche está cerrada. La luna está llena.

Entraron por la puerta principal del cementerio en dirección a una posterior, que normalmente solo usaba el enterrador.

La luna estaba radiante, llamaba por el frio. En un contraluz, por encima de la tapia, se reflejan dos bayonetas que se mueven de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. Los dos guerreros no se hablaron, instintivamente se resguardaron cada uno detrás de una lápida de las sepulturas erguidas en la tierra.

Silencio, espera, las bayonetas se mueven, a veces desaparecen, pero enseguida surgen otra vez.

Ellos pensaron:

-Nos vieron y están esperando a que salgamos del cementerio.
-Ahora es de noche y no nos ven, esperaremos el día para poder escapar.

Si la noche es fría, es peor cuando no te puedes mover. Las horas pasan siempre despacio, el tiempo se hace infinito…

…Pero el alba llega siempre, se desvanecen los duendes de la noche, la luz del día casi siempre nos trae las verdades.

Aquellas bayonetas nocturnas que relucientes reflejaban en su filo la luz de la luna, fueron recuperando unas formas más redondeadas.

Con la intensidad de la luz de la mañana se empezó a percibir cierto color entrecano, y cada vez más, se distinguen los pelos que las recubren.

A la vista está, lo que por la noche eran dos bayonetas enemigas, hoy por la mañana son dos orejas de burro.

El pollino en cuestión se había escapado de su cuadra, y como “tonto” que era, se encontraba paciendo tranquilamente detrás de la tapia del cementerio, donde el enterrador tenía un pequeño huerto con las mejores coles de la aldea.

Ni que decir tiene que de las coles no quedó nada, pero hubo dos personas que volvieron a Coruña como auténticos “Héroes de Guerra”.

No sé cómo pudieron justificar ante sus superiores la tardanza y su ausencia a la hora indicada, pero lo que sí es seguro que tuvieron  que exprimir muy bien el cerebro para poder salvar su reputación.


Hago votos para que en las futuras guerras el enemigo solo sean los burros en los cementerios.