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domingo, 2 de noviembre de 2014

El Guardián de la Pradera


J
unio de 1976, acababa de ganar las oposiciones a la Caja de Ahorros. Mi primer destino me llevó a un lugar completamente desconocido para mí, tanto, que ni siquiera había oído ese nombre hasta ese momento.

El deseo de conseguir mi primer trabajo con visos de continuidad, con un salario digno, me produjo una ilusión tan fuerte, que hasta obvié la incertidumbre que me produjo el tener que vivir en un lugar absolutamente desconocido. Era evidente, no era el momento de discutir.

Antes de salir llamé por teléfono a mi querida costilla, que aguardaba noticias:

-   Que ya tengo destino. Me mandan a …
-   ¿Y ese pueblo donde queda?
-   Pues no lo sé, míralo en un mapa, tengo prisa. Ya hablaremos a la tarde.

Con la angustia que provoca lo desconocido, y acompañado del que sería mi director y amigo durante los próximos años, me dirijo en su coche al destino.

Él me va informando, tranquilizando. Las casi tres horas de viaje dentro de su coche azul, no las olvidaré nunca. Poco a poco, y por una carretera difícil, me voy acercando a lo que sería mi hogar durante los siguientes cinco años.

Esta etapa de mi vida resultó altamente gratificante, ya que me hizo tomar contacto con la Galicia rural, con grandes amigos, gente sana, en un período político de gran cambio y lleno de ilusiones.

Tiempo habrá para profundizar y contar algo del múltiple anecdotario acontecido en este lustro.

Pero lo que hoy me viene a la memoria es el recuerdo de un caso entrañable, que hace reflexionar sobre la crisis económica actual, dejando patente la necedad o el absurdo incomprensible de los movimientos financieros modernos, y lo lejos que se encuentran del entendimiento y la lógica del ciudadano.

Pues vamos al grano de la cuestión:

Cuando, como antes, entrabas en un trabajo tan especializado, y sin ninguna formación, tu situación es de “ánima en pena”, deambulando desconcertado y absorbiendo las indicaciones y enseñanzas de tus compañeros que pasaban el trabajo de realizar su cometido y el mío.

Para mí, todo iba de sorpresa en sorpresa. Proviniendo de una cultura urbana, la relación con la sociedad rural era de contraste.

El caso comienza un día 4, siendo feria en el pueblo. La oficina estaba completamente llena de gente. Aprovechando que el día de feria había autobuses a prácticamente todas las parroquias, los pensionistas venían a cobrar su paga.

Atendíamos como podíamos, era la gran avalancha, yo todavía neófito, sin soltura, me esforzaba, pero era evidente que mi eficiencia dejaba bastante que desear.

Un pensionista se presenta a cobrar, le atiendo, le pago, y acto seguido, y con mucha educación y en voz muy queda, me dice:

-   Neno, enséñame mi dinero.

Mi situación de perplejidad hizo que no supiera que responder, mi mirada se dirigió a mi director, como una demanda de “socorro, ¿Qué hago? ¿Qué digo?”.

Esta persona, buen profesional, experimentado, enseguida se percató de la dificultad, y sin hablar siquiera, se dirige rápidamente a la caja fuerte, y abriéndola de par en par, descubre la gaveta donde guardábamos el efectivo, y exclama:

-   Señor Manolo, aquí esta, dijo señalando un grupo de fajos de billetes de mil pesetas.
-   Estupendo, pues déjalo hasta la feria del mes que viene. Contestó muy serio.

A mí se me abrieron los ojos por encima de la frente, tal era mi sorpresa. Pasados unos segundos volví a la realidad continuando con el trabajo, que me hizo momentáneamente olvidar el incidente.
Terminada la jornada, y aprovechando un momento de descanso delante de una cerveza, saco a relucir el tema:

-   Mira, yo no entendí lo del señor Manuel, ¿me lo puedes explicar?
-   Pues es fácil de entender: Manuel tiene una cuenta de plazo fijo con 300.000 pesetas, y el entiende que lo que hacemos en los bancos es guardarlo teniéndolo en custodia, y por eso viene todos los días de feria a comprobar que está dentro de la caja.
-   ¡Pero esto es increíble!
-   ¡No tanto! Esta idea, a él le tranquiliza. ¿Quién somos nosotros para causarle una inquietud, y por otro lado él va a entender el proceso financiero de la moneda?
-   Bien mirado tienes razón.
-   Pues espera que aún no viste todo sobre el caso que tanto te intriga, espera un par de meses a que termine agosto y verás.

Por más que insistí en que me contara el resto del asunto no conseguí ni una palabra más.
El tiempo pasó, entre novedades y trabajo, ya que había olvidado del caso, cuando el cuatro de septiembre aparece Manuel por la oficina y anuncia:

-   Mañana vengo a por el dinero.
-   Estupendo, mañana se lo preparamos, contesta el director.

En principio no lo entendí muy bien, ya que no era el director persona fácil para dejar que le cancelaran así como así una cuenta de plazo.
Yo me atreví a preguntarle:
-   Pero… ¿No le vas a decir nada?
-   ¡Tranquilo chaval, que de esto todavía entiendes poco!

El hombre siguió manteniendo el suspense.

Al día siguiente amaneció una mañana espléndida, prometiendo calor, un día radiante, la calma se respiraba en los prados, las cosechas recién recogidas, la hierba cortada, se olía el aroma del calor agostado.

Son las nueve de la mañana, entra el señor Manuel por la puerta, y ya tenía el director un paquete preparado con las 300.000 pesetas. Se las lleva.

Ya no me dejó preguntar:

-   Al salir de trabajar, vamos a tomar un vino a casa del señor Manuel y se te despejará toda la incógnita.

Los emigrantes ya se habían marchado a sus países de trabajo, el campo pedía vendimia y rematar las faenas del verano, todo el mundo andaba atareado, muy poca gente venía a la oficina.

Aprovechando que la mañana había sido parca en labor, salimos un poco antes, y en el coche del director nos dirigimos a la casa.

Al llegar, el panorama que se presenta es cinematográfico:

Paramos en un extenso prado delante de la casa, con una  pendiente bastante pronunciada, y en la parte superior sobresalía un peñasco que levantaba del suelo medio metro aproximadamente, sentado en la cima, y armado con una escopeta de caza, cargada, se encontraba el señor Manuel, que nos dio la bienvenida.

-   Ya está casi seco, dentro de un momento os lo podéis llevar.

Y es que efectivamente, el prado estaba completamente cubierto de billetes de 1.000 pesetas, todos con una piedrecita encima que impedía que el viento los llevase.

En una mesita al lado de la piedra, tenía el señor Manuel una jarra de vino, jamón y queso esperando por nosotros.

Entramos a saco a los comestibles y me explican:

Todos los años, y antes de que llegue el invierno, el señor Manuel saca los billetes de la Caja de Ahorros y se los lleva a casa. Allí los lava, uno a uno con agua y jabón, los seca bien al sol y nos los devuelve para pasar el invierno en la caja fuerte, ya que con tanta humedad se estropean.

Entre los tres recogimos los billetes y los llevamos a la oficina.

Al cabo de dos años, se murió el señor Manuel.

Desgraciadamente nadie volvió a lavar sus billetes.


domingo, 27 de julio de 2014

Cara a la Sombra

D
ebería ser el año 1962, pues recuerdo que había cumplido los 11 años, cuando un buen día de primavera, acercándose el final del curso escolar, se me acerca mi padre, y muy solemnemente, me propone algo que a mí nunca se me hubiera ocurrido.

-Ya eres un niño bastante mayor, ya estás en condiciones de ir a un campamento de verano, conocer otros niños, estar al aire libre, y hacer durante 20 días una vida separada de tus padres.

Lo cierto es que la cosa no me gustó demasiado, no consideraba muy necesario eso de emanciparme por un período, aunque fuese corto, me parecía larguísimo. No me seducía la idea de marchar de mi casa, pasar las noches solo, no ver a mis primos, etc.

Los contras, los ponía yo, los pros los ponía mi padre.

-Te anotamos en la OJE (que era una organización proveniente de Falange, y adicta al Régimen). Te pondrán un uniforme precioso, con boina y todo.

Entre la presión recibida y tratando de vencer el temor que me invadía, con harto dolor de corazón, asentí.
El comienzo no fue sencillo, me costó bastante, yo era un niño sin hermanos, y siempre tuve miedo a relacionarme, es hoy, con mi madurez ya muy pasada, que todavía me cuesta dar el primer paso en las relaciones sociales.

Recuerdo la despedida en el autobús que salía de la parte de atrás del Kiosco Alfonso, cine muy conocido en A Coruña, muchos besos a los niños por un regimiento de padres y madres, muchas de ellas llorando, presencia eclética de  los hermanos mayores…

Sentí en ese momento la soledad dentro de la muchedumbre, y justo en el instante que iba a romper a llorar, me coge del brazo uno de los mandos, que me invita a subir al autobús.

A partir de ese momento fui realizando esfuerzos sobrehumanos para no expulsar las lágrimas que forzaban sin piedad mis párpados (nótese que los ojos no saben de vergüenza), poco a poco me fui concentrando en el viaje y lo que nos iban diciendo los encargados de nuestro autobús.

Se nos iba explicando a grandes rasgos como sería nuestra vida cotidiana durante la estancia en el Campamento.

También se nos explicó que si alguno tenía conocidos o amigos podrían juntarse y formar su “Escuadra”, que era la célula más pequeña de la organización del Campamento. Yo, como no conocía a nadie, me mantuve a la espera.


Al llegar a Gandarío, nos mandan formar, (no sabía bien lo que era eso), nos colocan por autobuses, entendiendo que en cada autobús nos habían agrupado por la vecindad de nuestros domicilios.

Como la mayor parte no nos conocíamos, fueron los propios jefes los que configuraron las escuadras, la suerte quiso que formáramos:
·         Miguel Pose, (Monucho), jefe de escuadra.
·         Manolo Díaz, (El Burro).
·         Javier Gutiérrez, (La Yegua).
·         Un servidor, (La Foca).

Como se puede observar, conformamos un zoológico bastante completo.

Lo cierto es que rápidamente conseguimos una amistad, que duró hasta el salto a la juventud y la entrada en la Universidad, donde nuestros caminos se separaron y por desgracia no nos volvimos a encontrar.

Nos gustaba mucho aquellas actividades que nos tenían programado: tirolinas, marchas, natación, judo, balonmano, hockey…

Lo cierto es que no nos gustaba nada lo de la disciplina, la formación, la instrucción (aquello de:¡firmes! ¡derecha!...), tampoco lo de la misa de campaña de todos los días, ni lo de izar y arriar bandera cantando el “Cara al sol”.

Es verdad que nuestros reparos no eran ideológicos, ya que a nuestra edad no pensábamos en esas cosas, nuestro desagrado se debía a que era un aburrimiento, y nos daba risa la solemnidad de esos actos.

Aclarado esto, debo decir, que éramos unos fenómenos, íbamos ganando en todo, mejor dicho en casi todo.

Nuestra tirolina fue la primara que se terminó de construir, en la marcha nocturna con brújula y mapa, fuimos los primeros en llegar a destino, ganó nuestro equipo de hockey, también ganamos al balonmano, en fin, lo ganamos casi todo.

Esto viene a cuento, porque el día anterior a nuestra vuelta a casa, se concedieron los premios, y nuestra escuadra sacó en primero, se nos entregó con toda formalidad, y como es natural, lo celebramos con saltos, abrazos, gritos, y cánticos:

¡Oe, oe, oe, oeoeoe…!

Todo nos parecía maravilloso, al cabo de un momento suena el silbato para la formación, era el acto de “arriar bandera”.

Nuestro cuerpo continuaba exultante, la energía de nuestra alegría nos salía por todos los poros.

Estábamos en situación de firmes, cuando el Jefe de Campamento: Paco Parga, grita:

¡Caídos por Dios y por España!

Nuestra respuesta fue contundente, y sin pensarlo, como una sola voz, nos salió de la garganta:

¡Presenteeee, eeeeee, eeeeeee, eeeeeee, eeeeeee, eeeeees!

Jamás logramos entender por qué le pareció mal este cántico al Jefe de Campamento, pero al terminar el acto, ordenó a la escuadra un paso al frente, y delante de todo el campamento formado, le arrancó a Monucho las insignias de Jefe de Escuadra, y nos despojó del título de campeones.

Nosotros nos miramos por el rabillo del ojo, y una risa contagiosa cruzó el aire, arrastrando cuatro sonoras carcajadas anunciadoras de los tiempos nuevos que se avecinaban.

Aquella última noche de campamento no pudimos dormir, por la risa, y por nuestra venganza, ya que en el medio de la noche nos acercamos sigilosamente a la puerta del dormitorio del Jefe de Campamento y le regalamos como agradecimiento cuatro hermosas meadas, y aprovechando la vuelta a la cama, y por ser la última noche, vaciamos nuestros tubos de pasta de dientes en los angelicales rostros de nuestros compañeros dormidos.

Al día siguiente, nos devolvieron a nuestros padres, todos felices, ya que habíamos pasado un verano estupendo.

Aunque a decir verdad, a partir de aquel momento, yo ya nunca me volví a colocar “Cara al Sol”, mi opción en adelante sería:


¡Cara a la Sombra!

miércoles, 30 de abril de 2014

Una noche de luna llena

E
s primavera, hace calor, las noches son casi de verano, animan a salir al fresco.

Hoy contaré algo que me sucedió… o acaso no… ya no estoy seguro.

Hace unas noches me encontraba intranquilo en la cama, la luz de la luna llena entraba por todas las rendijas animando a la actividad, las piernas no me dejaban tranquilo queriéndose mover de un lado para otro. Para no molestar, me levanté, deambulé por la casa, tratando de no hacer ruido, agitado, me vestí y salí a pasear.

Caminé, caminé sin rumbo, no sé cuándo, recibo un WhatsApp de mi hija que habla de mi nieto:

“Leo no para, no duerme, está inquieto, llora y llora, no hay forma de calmarlo”.

Respondo inmediatamente, y con ganas:

“Prepáralo que lo saco a la calle, porque yo tampoco puedo dormir, de esta manera a ver si por lo menos tú puedes descansar”.

Me acerco a su casa dispuesto a enseñarle a mi nieto “Vilagarcía la nuit”.

La luna está enorme, la noche se ilumina como si fuera mediodía, la calle está atestada de gente.

Salgo de casa de mi hija con el cochecito, la temperatura es agradable, caminamos al lado del mar, las olas van rompiendo a nuestro lado con un ruido relajante, tengo la esperanza de que Leo se duerma para devolverlo, pero imposible, ojos abierto casi por encima de las cejas, conversa consigo amenamente: bú-bú, bú-bá…

Andando, andando, pasamos Carril, el niño no duerme, llegamos a la playa de Bamio, al lado del Camping encuentro a tres figuras negras, tres mujeres muy mayores vestidas de negro integral, con sus pañoletas negras, sus faldas negras, una trenza negra caía por sus espaldas y llegaba por debajo de la cintura, estaban sentadas en el pretil del puente, y …:

-Buenas noches.

-Buenas.

-¿Me hacen el favor de echar un vistazo al niño mientras voy un momento detrás de esas matas? Ya saben ustedes que a esta edad… la próstata…

-¡Vaya, vaya, no se preocupe!

Me aparté un minuto, y cuando vuelvo siento unas carcajadas, unas risas que me produjeron una sensación inquietante.

Las tres viejas se encontraban alrededor del cochecito y me impedían ver al niño.

-Muchas gracias, ya estoy listo.

Nada más decir esto, riéndose a carcajadas y sin decir palabra desaparecen corriendo a una velocidad tal, que no estaba siquiera al alcance de una atleta joven.

En principio no le di mucha importancia, camine un poco más y vi en la playa a dos amigos que tienen por costumbre pasar temporadas en el Camping.

-¡Qué sorpresa! ¿Tampoco podéis dormir?

-Claro, hoy es luna llena. ¿Cómo se te ocurre traer hoy el niño por aquí?

-¿Por qué me lo dices?

-¿Es que no sabes que en las noches de luna llena al lado del cementerio de Bamio, te pueden echar al niño un “aire de muerto”?

-¡Pero vamos! ¿Vosotros creéis en esas cosas?

-Ándate con cuidado, siempre se dijo por aquí, que las brujas que viven en el cementerio buscan niños pequeños que estén solos y los convierten en:

“niños-lamprea”

-No me cuentes fantasías.

-Que no son fantasías, que a este niño le dio mucho la luna, y que no le va a hacer bien.

Me paro a mirar, y veo efectivamente, que Leo sigue despierto, a mi parecer la cara se le oscureció, le miro la boca y observo que le está saliendo una fila de dientes diminutos, afilados, curvados hacia dentro.

-Pero, ¿Qué está pasando?

-¡Está claro, se está convirtiendo en niño-lamprea!

-¿Qué puedo hacer?, pregunto angustiado.

-Ven, vamos a preguntar al sacristán de Bamio, que él seguro que sabe lo que se pude hacer.

Nos acercamos a su casa, y pese la hora intempestiva llamamos a la puerta.

-¿Qué me traéis aquí?

-Creemos que es un “niño-lamprea”, nos parece que lo acaban de convertir tres viejas, que estuvieron un momento a solas con Leo.

-Dejadme ver, creo que sí, fijaos en este saquito que colocaron dentro del coche del bebé.

-Es cierto, ese saquito no lo traía, dije yo, mirando una pequeña bolsita que sacó el sacristán, y que era como esas bolsas que se colocan con hierbas aromáticas para perfumar los armarios.

-Pues la cosa está complicada, ya que antes teníamos en Catoira una persona que curaba, pero murió hace años, y ahora que nadie cree en estas cosas, no nos preocupamos de trasmitir la sabiduría a las futuras generaciones.

-Creo que en este momento, lo mejor que puedes hacer es llevarlo rápidamente al Hospital del Salnés. Date cuenta que en el momento que quiera comer y se acerque a la teta materna, se va a pegar con sus dientes y no la va a soltar jamás, causando seguramente la muerte de la madre.

Con este panorama, ya sin angustia, esta vez temblando de miedo real, pido a mis amigos que me acerquen al Hospital, y salimos a toda prisa.

Entramos en urgencias, casi no había gente, eran las tres de la mañana, nos recibió una enfermera, y me preguntó:

-¿Qué tiene el niño?

Yo le contesto con un poco de miedo:

-Se está convirtiendo en “niño-lamprea”.

La mujer no puede con la respuesta y expulsa una sonora carcajada.

Enseguida le corto:

-Oiga, que esto es una cosa muy seria.

Creo que no me hizo mucho caso porque nos mandó a la sala de espera.

Yo les digo a mis amigos:

-Podéis marcharos, no tenéis por que quedaros, el favor ya me lo habéis hecho.

-Vale, entonces nos vamos, que mañana hay que trabajar. Esperamos que se solucione.

Pasa el tiempo, la espera es interminable, el niño tiene hambre, el llanto es terriblemente angustioso, esperamos.

Por fin nos recibe un médico, le cuento y lo mira.

Leo, de un salto se abalanza y muerde en el antebrazo al médico que lo atiende.

Instintivamente le da un manotazo que le obliga a soltar el brazo mordido. Veo que con el golpe, dos de sus pequeños dientes le saltan al suelo, e inmediatamente otros tres dientecillos van a ocupar su lugar.

El doctor, asustado, llama a sus asistentes, aparecen dos enfermeros y otra médica de guardia.

El médico grita compulsivamente, y llama a las fuerzas de seguridad, apareciendo casi inmediatamente dos guardias-jurados.

Su ira desatada, mezclada con el miedo a lo desconocido, hace que emita una orden que me pone los pelos de punta:

-¡Cojan una jaula, y metan a ese niño dentro!

Mis entrañas se rebelaron al escuchar semejante panorama, y mi cabeza reaccionó como una flecha disparada por un arco.

Sin mediar palabra, cojo a mi niño, y echo a correr por los pasillos del Hospital.

-¡A mi nieto, no lo enjaula nadie!

No sé cómo, salgo por la lavandería, corro a la calle, y con el fresco de la noche parece que recobro fuerzas.

-¿Qué hago? ¿A dónde voy?

Me paro a pensar y veo que no sé qué hacer. Se me ocurre buscar refugio en mi casa y después pensar.
Empiezo a correr. Corro por los caminos de las aldeas, esquivando la carretera general, pues pienso que lo primero que van a hacer, es mandar un coche a mi búsqueda, y por el camino más fácil. Me adentro en Rubianes, Zamar, Cornazo, Santa Mariña… los perros de las casas aúllan a mi paso, como presintiendo el problema, corro, me ahogo, no puedo más, me caigo, todo me da vueltas…

Siento un estruendo, un ruido terrible, me incorporo, todo está oscuro, sudo, ¡no veo a Leo!, ¡es el despertador lo que suena!, veo a mi alrededor los muebles conocidos de mi habitación.

¿Qué ha pasado?

Son las seis y media, me levanto, voy a la ducha, ¡que angustia!

Desayuno algo, y marcho a casa de mi hija, estoy llegando, mando un WhatsApp, ¿estás despierta?

-Sí.

-¿Te importa que suba a ver a Leo?

-Está durmiendo, pero vente si quieres…

Subo, entro en casa, angustia, ¿Dónde está?

-Mira.

¡Lo veo, una preciosa cara blanca, unos labios finos con una boca de mamoncillo sin sombra de dientes!

Lo toco, un beso, un abrazo, el olor de niño pequeño, el cariño…

¡Mar, dame un vaso de agua!

Me siento, bebo, y espero.

¿Qué habrá pasado?

Yo creo que fue real, pero… ¿a quién se lo podré contar?

Alguno de vosotros va a creer en la existencia de:


“Los niños-lamprea”


sábado, 15 de febrero de 2014

Batallitas de un Abuelo

D
e momento, la memoria, como podéis ver queridos lectores, no me está fallando, lo demuestra toda la serie de evocaciones a épocas pasadas.

En estos momentos, que ya me empiezo a considerar abuelo, porque en breves fechas saldrá al mundo mi primer nieto Leo, voy a dedicar este relato, a todos los niños que lo quieran leer, con la advertencia de que no es original, es un  “sucedido” relatado por mi abuelo José, que me aseguró haber sido el protagonista.

Estamos en estos momentos en conmemoración de una triste fecha, hace exactamente un siglo que empezó, para desgracia de la humanidad la “Gran Guerra”.

Como todas las guerras, y acaso esta mucho más, se pensaba que daría fin al resto de las contiendas en el mundo, su fin debería coincidir con la deseada “Paz Universal”. La Historia nos certifica que esa esperanza era mentira, ya que posteriormente, y hasta hoy, desde 1918 creo que ni se pueden contar los conflictos bélicos.

En España, sobre todo para conocimiento de los más jóvenes, y especialmente para mi futuro nieto, recordaré que también tuvimos unos dolorosos años de guerra, que aunque muchos no lo vivimos, sí que padecimos sus terribles consecuencias. Fue nuestra desgraciada y fratricida “Guerra Civil”, sufrida por nuestros abuelos.

Es el caso de mi abuelo José. Recién llegado de la emigración (como buen gallego), se instala en A Coruña, donde tenía algunas raíces, no muchas, ya que tanto él como mi abuela y su hijo (mi padre) eran oriundos de San Simón da Costa, parroquia de Vilalba, un pequeño municipio de la provincia de Lugo.

La posición de José ante el conflicto era de pura pasividad, no estaba muy interesado por la cuestión (venía bastante escaldado por las múltiples revoluciones mejicanas).

La guerra le pilló en Coruña, una plaza que si bien en un principio defendió la legalidad constituida, no tardó en caer en manos de los sublevados.

Mi abuelo, con intereses económicos y familiares en la ciudad, se apuntó inmediatamente al bando ganador, y como ya tenía una cierta edad, y con motivo de esquivar el posible reclutamiento y un posible destino en el frente de batalla, decidió alistarse en lo que se llamó la “Milicia Cívica”, que era un cuerpo de voluntarios que hacían funciones de vigilancia en las zonas ocupadas.

Una tarde a finales de enero del año 1938, les comunican que en los alrededores de Coruña había unos movimientos sospechosos, y que podrían estar relacionados con un ataque del “Maquis”.

A la vista del informe, la superioridad, destaca a varias patrullas de la mencionada “Milicia Cívica”, para que establezcan una vigilancia en la zona durante unos días.

Repartieron los destinos y turnos, y a mi abuelo, junto con otro compañero, les tocó patrullar en la zona de Betanzos. Su turno era desde la hora de comer hasta la cena, un camión los dejó en el lugar indicado, una pequeña aldea con muy pocos habitantes, y con la indicación de que se presentaran en el punto de recogida a unos pocos quilómetros a las 23:00 horas.



La tarde estaba fría, el campo estaba desierto, no se veía un alma, la bruma extendida sobre los bosques hizo pensar a esta pareja, que si apareciese un alma, tendría por fuerza que ser un “alma en pena”.

Durante toda la tarde estuvieron deambulando por esos campos en penumbra, su empeño era el de no ser vistos, porque ¿para qué vamos a enfrentarnos con nadie?

A la entrada de la noche van procurando el retorno, despacio, sin cansarse demasiado, sin arriesgar, se trata de llegar. Resulta que para llegar al punto de encuentro deben de cruzar un pequeño cementerio. La noche está cerrada. La luna está llena.

Entraron por la puerta principal del cementerio en dirección a una posterior, que normalmente solo usaba el enterrador.

La luna estaba radiante, llamaba por el frio. En un contraluz, por encima de la tapia, se reflejan dos bayonetas que se mueven de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. Los dos guerreros no se hablaron, instintivamente se resguardaron cada uno detrás de una lápida de las sepulturas erguidas en la tierra.

Silencio, espera, las bayonetas se mueven, a veces desaparecen, pero enseguida surgen otra vez.

Ellos pensaron:

-Nos vieron y están esperando a que salgamos del cementerio.
-Ahora es de noche y no nos ven, esperaremos el día para poder escapar.

Si la noche es fría, es peor cuando no te puedes mover. Las horas pasan siempre despacio, el tiempo se hace infinito…

…Pero el alba llega siempre, se desvanecen los duendes de la noche, la luz del día casi siempre nos trae las verdades.

Aquellas bayonetas nocturnas que relucientes reflejaban en su filo la luz de la luna, fueron recuperando unas formas más redondeadas.

Con la intensidad de la luz de la mañana se empezó a percibir cierto color entrecano, y cada vez más, se distinguen los pelos que las recubren.

A la vista está, lo que por la noche eran dos bayonetas enemigas, hoy por la mañana son dos orejas de burro.

El pollino en cuestión se había escapado de su cuadra, y como “tonto” que era, se encontraba paciendo tranquilamente detrás de la tapia del cementerio, donde el enterrador tenía un pequeño huerto con las mejores coles de la aldea.

Ni que decir tiene que de las coles no quedó nada, pero hubo dos personas que volvieron a Coruña como auténticos “Héroes de Guerra”.

No sé cómo pudieron justificar ante sus superiores la tardanza y su ausencia a la hora indicada, pero lo que sí es seguro que tuvieron  que exprimir muy bien el cerebro para poder salvar su reputación.


Hago votos para que en las futuras guerras el enemigo solo sean los burros en los cementerios.