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viernes, 5 de junio de 2015

Un beso de mamá

E

s cierto que poco tiene que ver este título con la pesca, pero si desarrollamos el relato quizá encontremos algo en común.

Se da el caso, que recuerdo perfectamente mi primer experiencia de pesca. Era el principio del verano, hacía poco que nos dieran las vacaciones, cuando por causa de mis pocos años, las vacaciones eran algo sin usar, una incógnita, una apertura de la imaginación hacia lo ignoto.

Los chicos mayores del barrio, decidieron iniciar las jornadas estivales de pesca.

Nosotros, los pequeños estábamos que no cabíamos: ¡vamos de pesca!

Eso estaba bien, pero el primer obstáculo era convencer a nuestras mamás.

Se crea la comisión gestora de permisos, ya que era evidente que los permisos había que obtenerlos con la influencia y presión de la “masa”.

-¿Señora, deja venir al niño a pescar al “Muro”?

Se entiende el “Muro del Este” como el lugar donde se desembarcaba el pescado en Coruña, donde a pocos metros se encontraba la lonja.

-¡Que se va a caer, que es muy pequeño!

-¡Que no señora, que vamos pequeños y mayores y estaremos todos juntos!

-¡Vas a coger frio!

-¡Te prometo mamá que no me quito el jersey!

-¿Qué vas a hacer tú con los mayores?, es mejor que quedes jugando en la acera.

-¡Bo, mamá, que van todos y me quedo solo!

(Pim, Pam, Pum, Pim, Pam Pum)

-¡Vaaaale, pues vete!

(Todos)
-¡Gracias señoraaaaa!

Para todo el proceso hacía falta parte de logística.

Primero ir a los efectos navales a comprar una caña de pescar, que realmente consistía en una caña de bambú en dos piezas, un carrete de tanza que se amarraba en la punta, un corcho flotador, unos plomos y algún anzuelo.

Lo siguiente era conseguir el cebo. La pandilla, sobre todo los mayores, tenían experiencia, y estaban perfectamente preparados para tal empresa.

La mañana que íbamos a salir a pescar, todos en grupo, seríamos como una docena, nos adentramos en la plaza del pescado, y vendedora por vendedora, nos acercábamos a dar la “murga”:

-¿Ten unha xurela para pescar?

-¿Non nos pode dar un puñado de berberechos para ir pescar?

Aquellas mujeres siempre tenían algo para el grupo de intrépidos pescadores.

Después de comer, con idea de pasar una tarde de pesca, nos acercamos al “Muro”. La entrada fue jovial, la alegría me desbordaba, nerviosismo en estado puro. Menos mal que me ayudaron a extender la caña de dos piezas, porque yo era incapaz.

Los mayores enseñaban a los más pequeños lo que debíamos hacer, donde tirar la línea, como poner el cebo, a esperar, a vigilar el flotador, etc.


Entonces: ¡angustia! ¡se hunde el corcho! ¡pica un pez!, los mayores me ayudan y aconsejan:

-Espera, no tires.

-Ahora sí.

¡Por fin, es un Lorcho! ¡Es el primero!

Cierto que era muy pequeñito, pero lo pesqué yo.

Luego de poner cebo nuevo, tiro la línea, y al cabo de un rato, otro tirón, esta vez una faneca, también pequeña, pero faneca.

Al siguiente lance, la línea se engancha en el fondo, y a fuerza de tirar de ella para querer liberarla, rompe y quedo sin herramienta.

Es un momento de frustración y tristeza, delante de todos quedo como lo que era, un inexperto pescador. Al fin me veo obligado a pasar la tarde mirando como pescan los demás.

Llega el crepúsculo, los colores violáceos que se reflejan en el mar, impiden percibir las oscilaciones de los corchos. Los mayores dan orden de retirada.

Todos muy contentos con las bolsas de los pescados cobrados, yo triste.

Cuando volvemos a casa, algo me corroe por dentro, llevo dos míseros pececitos, que de ninguna manera alcanzan para la cena de la familia. Mis ojos se humedecen de rabia contenida que procuro que no se perciba.

-¡Mamá, ya llegué!

-¡Pescaste! ¡Qué bien!

La cena estaba hecha, pero esos dos pescaditos, los limpió con mucho cuidado y lo frió.
Fue mi aperitivo, eso, y un beso de mi mamá.

Hoy, pasados los 60 años, fui como todas las mañanas a recoger a mi nieto para llevarlo a la guardería. Estaba dormido, y su mamá lo despertó con un beso, fue uno de esos besos que dan las mamás y quedan tatuados en la cara para siempre.


Entonces me vino a la memoria el sabor de los pescaditos y el de aquel beso que consoló la tristeza.