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ería el año
1956 o 1957, desde luego el mes de agosto, ya que mis abuelos de Madrid venían
siempre a pasar ese mes a Coruña, y recuerdo que ese día estaban presentes.
Mi abuelo era
procurador, y por tanto, como todos los oficios relacionados con las leyes, el
mes de agosto era de vacaciones debido al cierre de los tribunales.
Tenían la
costumbre de pasar sus vacaciones en Coruña, escapando del calor de Madrid, se
hospedaban en el Hotel España, en la Plaza de Mina, o en la Fonda La Orensana,
un pequeño hotel, muy familiar, situado en la Calle de los Olmos, este último
era el más habitual.
Recuerdo que el
comedor estaba situado en el primer piso, y que a horas distintas de las
comidas, se convertía en salón donde los huéspedes podían recibir sus visitas,
donde se jugaba a las cartas, al ajedrez, al dominó… y además disponía de un
piano con el que alguien solía tocar al atardecer melodías tradicionales.
Aquel año, como
otros muchos, mis abuelos habían anunciado su llegada en el Exprés de Madrid,
que saliendo a las ocho de la mañana, tenía su llegada a la una del mediodía
del día siguiente de su salida, a la preciosa Estación del Norte de Coruña.
Como siempre,
fuimos mis padres y yo, a la estación a recibirlos en un taxi, de aquellos que
llevaban dos asientos plegables entre el conductor y el asiento principal de
pasajeros. Luego nos dirigimos a “La Orensana”, donde los dejamos para que
comieran tranquilos y descansaran del agotador viaje de 29 horas de un tren
cargado de humo y carbonilla.
Después de una
buena siesta, nos volvimos a reunir en el “Café Oriental”, un hermoso local
situado frente al Obelisco en el chaflán que formaba la Calle Real con la
Avenida de La Marina.
Allí servían
copas de helado, yogures en frascos de cristal, batidos, leche merengada,
horchata… es decir, todo lo que no estaba al alcance de un niño.
Está muy claro
que solo íbamos cuando nos visitaban los abuelos.
Era aquel día
de verano un día de especial calor, nos habíamos sentado en la terraza del bar,
debajo del toldo, el nordeste de Coruña en aquel lugar suavizaba un poco la
elevada temperatura.
La tarde era
tranquila, silenciosa, yo tomaba un batido de fresa, cuando…, se escucha a lo
lejos una música, un coche anunciando un estreno de una película de cine,
tirando folletos de mano por la calle, se acerca a velocidad reducida, los
niños lo persiguen, la situación recuerda el cuento del “Flautista de Hamelín”.
El bullicio que
formaban el coche, la música, el pregón, y los niños corriendo, era
irresistiblemente atrayente.
Ese coche que
con su deambular lento, el sonido a todo trapo, y el ajetreo de todos para
recoger la propaganda de la película, que iban tirando al aire, era como un
imán atrayendo al hierro, ahí estábamos todos, dándolo todo, tratando de
acaparar el máximo posible de folletos, todos corríamos, gritábamos, pedíamos
más y más y mucho más, ninguno estaba satisfecho.
Yo no lo pude
resistir, inmerso en la vorágine de la masa de chiquillería, corrí, traté de
coger los folletos que volaban, pero mis 5 o 6 años no me proporcionaban la
suficiente habilidad, perdía distancia, el coche andaba lento pero más deprisa
que yo.
Me fui
distanciando, y cuando ya un poco aturdido, llegué a la Plaza de Orense, vi con
estupor, que el coche anuncio empezó a ganar velocidad, y el resto de los
muchachos perseguidores comenzaron a desaparecer.
Es en este
momento, que tomo conciencia, que me encuentro en medio de la calle, solo,
perdido… recuerdo que intuí que mi casa se encontraba muy cerca, pero sin saber
por dónde.
Me di cuenta
que me encontraba solo, y completamente desamparado.
Bruscamente,
como un golpe, los ojos se me humedecieron, la vista se me emborronó, y el ya
imparable llanto oscureció el resto de mis sentidos.
Sentí que unas
sombras desfilaban a mí alrededor, sin poder distinguir su naturaleza. No era
capaz de comprender si eran objetos o personas.
Mi llanto se
hacía cada vez más fuerte, no existía ni el concepto de tiempo ni de espacio,
solo angustia.
La situación
para mí, era absolutamente incierta, mi cerebro no era capaz de pensar más que
en el desamparo, por eso, todo mi cuerpo expresaba un llanto sin principio ni
fin, era como la máquina del movimiento continuo, jamás podría dejar de llorar.
Noté en ese
momento que alguien me tomaba de la mano, y un dolor agudo me sobresaltaba e
interrumpía los hipidos del llanto. Este dolor estaba propiciado por un
insistente golpear de una mano contra mis nalgas.
Se trataba de
la mano de mi madre, que con su acción produce en mí un efecto igual que a un
motor eléctrico a que de repente le cortan la alimentación.
Súbitamente desaparece
la situación de desamparo, y la realidad vuelve a mí, me rodea, percibo las
figuras, las gentes, los coches a mí alrededor.
Mi mamá, me
grita no sé qué de irme solo, de escapar de mis padres… el culo se me puso
rojo, pero yo no presté mucha atención. Solo pensaba que ya no estaba solo, que
volvía a mi casa con mis papás, ¡que ya estaría siempre acompañado!
Con
todo cariño para Amparo