Estas Navidades tuve un encuentro afortunado.
Tuve, pese a las ocupaciones debidas a
las fechas, oportunidad de dar algún paseo en solitario por la ciudad de mi
infancia. Como es tradicional, las visitas a la familia me ocuparon la mayor
parte del tiempo, pero ciertas escapadas a los lugares de mi niñez, permiten
que pueda establecer el relato que hoy me ocupa.
Paseando por lo que se conoce por Cuatro
Caminos, y después de tomar una agradable cerveza en la Cervecería de la
Estrella de Galicia, crucé la plaza para adentrarme en el parque que se
encuentra al pie del viaducto de entrada a la ciudad, al lado de la iglesia de
San Pedro de Mezonzo.
Recordando la figura de Don José Toubes, el
párroco de mi parroquia en mi infancia. Personaje con circunstancias especiales,
ya que su formación intelectual, su vocación periodística, le llevó a fundar el
periódico “El Ideal Gallego”, hombre que defendió a sus vecinos en aquellos
malos momentos de la guerra y la posguerra.
Pensando en esto, me encuentro de narices
con una persona, querida, antiguo compañero de instituto de mi padre, amigo de
la familia, y amigo de todos.
Nada menos que con un hombre fallecido,
recuerdo entrañable, que de bruces me lo encuentro hecho de bronce, con su
misma chaquetilla, si idéntica mirada, las manos en los bolsillos, y su aire
tranquilizador.
Me doy cuenta de lo que ya sabía de
antemano, tengo delante el monumento que la ciudad erigió, al que se le llamó
el médico de los pobres.
Vivió y desarrolló su profesión en el
barrio de Santa Lucía, donde nací, barrio de pescadores, y gentes trabajadoras de
pocos recursos. Le tocó vivir una mala época, el final de la guerra, la posguerra,
el hambre, la persecución…
Muchos de los desamparados encontraron
ayuda de su mano, mano tendida que no sólo se limitaba al acto médico, sino
también a lo económico.
Hombre afable, comunicativo, simpático,
siempre sonriente. Para cualquier dolencia acudíamos a él. Haré notar que la
Seguridad Social, tal y como la entendemos en este momento era una utopía.
Pues el caso que voy a relatar, vivido y
sufrido en primera persona, es típico y ejemplo de la relación que tenía con
sus pacientes.
A mis catorce años padecí una infección
dolorosa en el pene, y según la apreciación muy acertada de Don Juan, era
debida a un problema de fimosis que padecía desde mi nacimiento.
Efectuada la cura como consecuencia de
esa primera aparición infecciosa, indica el médico a mis padres, que lo más
adecuado sería ir pensando en una circuncisión parcial, ya que este proceso se
reproducirá cada vez con más frecuencia.
Entre advertencia y advertencia, el
tiempo va pasando y vuelve a aparecer la infección, dejando a las claras la necesidad
imperiosa de la intervención quirúrgica.
Don Juan Neira, con su humor tradicional,
indica:
- Eso no es nada, mándame al chaval a la consulta mañana, que te lo
devuelvo con un pito nuevo.
Pues efectivamente, al día siguiente, es
mi padre quien me acompaña a la consulta, dejándome en la sala de espera con
una frase que exculpa la ausencia de mi madre:
- Esto son cosas de hombres, pórtate bien.
Lo cierto era que a mí no me daba ningún
temor estar con don Juan Neira, ya que era simpático y amable con los niños.
Cuando me toca pasar, no nos olvidemos
que la sala de espera era lo más parecido a un mercado, me recibe con una
palmadita en la cabeza y la frase lapidaria:
- Ven, que te vamos a arreglar el paquete.
En la sala estaba con él un practicante
que le iba a ayudar.
Me acuestan en la camilla, desnudo de
cintura para abajo, y comienzan con la anestesia.
Don Juan se pone a cantar un cuplé de
moda mientras procede a pinchar con una jeringuilla llena de anestesia todo
alrededor de la zona de procedimiento.
Yo no sé si gritaba, si lloraba… lo que
si me acuerdo es del dolor que me supuso.
- Estate quieto ¡coño!
- No seas quejica que no te puede doler…
Yo no sé si oía o me lo imaginaba… estaba en trance.
Comienza la intervención cortando con una
tijera el prepucio sobrante, lo sujeta con pinzas y empiezan a coser.
Es en este momento, en el que el
practicante, con un movimiento extraño, da un golpe al flexo que alumbraba la
zona de operación, cae al suelo y se desprende la base.
Como un resorte, Don Juan recoge los
restos, y tomándolo por el trozo de brazo flexible que le quedaba sano, me lo
acerca, y dice:
- Alumbra, ¡coño!
Ya estoy yo con el trozo de flexo en la
mano, semiincorporado en la camilla, alumbrando la operación, viendo como cosen
lo descosido, y escuchando a coro entre Don Juan y el practicante:
Fumando
espero,
Al
hombre que yo quiero…
Terminada la operación de costura, me
ayudan a poner los pantalones, y Don Juan, con un cachete cariñoso, me despide
diciendo:
- ¡anda, vete para casa! Y vete despacio no te vaya a caer “eso” por
el camino.
Los vecinos de Santa Lucía y Castiñeiras,
creo que nunca te olvidaremos.