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sábado, 20 de octubre de 2012

La Gabardina

R
ecuerdo un día en que me compraron una gabardina en For, era ésta una tienda perteneciente a una cadena de varios establecimientos que en aquel momento estaba de máxima moda en Coruña. El dependiente, hombre hábil donde los haya, estableció rotundamente y sin ningún género de duda la extraordinaria característica de impermeabilidad de la prenda. Yo desde luego y con 10 hermosos e inocentes años a la espalda lo creí a pies juntillas, en ningún momento pude dudar de la firme aseveración del vendedor; tampoco, creo en este momento, comprendí el alcance real de sus palabras, ya que por mi parte estaba absolutamente seguro que con dicha prenda me encontraba aislado del agua cual traje de buzo.

El colegio comenzaba en el mes de octubre, alrededor del día cuatro, me acuerdo porque ese era el día de mi santo. Yo empezaba el curso de ingreso, la ilusión del nuevo curso me salía por los poros de mi cuerpo. Don Emilio, mi profesor, era como mínimo, sorprendente.

Con esta preciada carga sentimental me enfrentaba con el inicio del invierno. A los pocos días del principio del curso, se puso a llover, pero a llover como se ponía antes, es decir, que no paraba. Yo con mi gabardina nueva y su flamante capucha, todavía conservo en mi memoria ese agradable olor que desprendían las prendas nuevas de algodón, absolutamente convencido, ya no de su impermeabilidad, estaba seguro de su estanqueidad, me coloco en la calle Pardo Bazán, debajo de un canalón para enseñarle a mis amigos el efecto de la prenda. Para corroborar la certeza del hecho, levanto mis brazos y me paseo de canalón en canalón. Este experimento científico me costó un contacto directo con la zapatilla de mi madre, desde luego durante bastante más tiempo del que yo hubiera deseado.

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