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enía cinco años. ¡Qué recuerdos!
Hay muchas personas que no recuerdan, hay
quien tiene pocas evocaciones conscientes sobre la infancia. Debe ser necesario
para muchos olvidar, ya no las situaciones de la niñez, si no los sentimientos
que rodearon estos hechos, y que indiscutiblemente fueron trascendentes,
fundamentales, para la creación del “yo”. Ese no es mi caso.
Pero no me voy a poner filosófico. Lo
único que deseo, es desvelar estas imágenes que vuelven a mi mente, a lo mejor
desatadas por situación parecida, o a lo mejor por recordar un tiempo, que como
“tiempo pasado”, nos engaña, y se nos muestra mejor que el actual.
¡Paco, al grano, y no te enrolles!
El primer colegio al que fui, se llamaba
“Colegio Cristo Rey”, y era de monjas.
Entré en esta institución con cinco años,
y mis padres lo eligieron, fundamentalmente por encontrarse a menos de cinco
minutos de casa, aún a sabiendas que solo podía quedarme en sus aulas dos años,
ya que en aquel momento era “colegio femenino”, y solo admitían a chicos en lo
que se denominaba “Parvulitos”.
Sobre este tiempo, mis recuerdos son
vagos, pero felices. Recuerdo a la monja que me daba clase y que se llamaba
Lourdes, era muy pequeña y muy viejecita, con un montón de arrugas. Aunque no
recuerdo con ella situaciones concretas, si tengo una sensación agradable, de
bondad, de cariño.
Me acuerdo de la campana que pendía en el
recibidor de la entrada principal del convento; también del cuadro colgado
cerca del badajo, donde ponían los nombres de cada comunera, junto con el toque
específico para su llamada.
También recuerdo el encerado de los
suelos, de los pasamanos, la luminosidad de los dorados, es decir, la pulcritud
excesiva de todo.
Lo más interesante era el recreo. Casi
siempre nos tocaba estar en el jardín, solos, pero de vez en cuando, no sé por
qué razón, aparecían las niñas. Momento culmen, aprovechando las pocas
distracciones de las monjas que nos vigilaban, nos metíamos detrás de los
setos, y aprovechando que las niñas jugaban al “brilé” o a la “cuerda”, les
robábamos los sombreros que yacían amontonados en algún banco, y nos
convertíamos gracias a esa indumentaria, en vaqueros.
Se producía la gran cabalgada, nuestros
caballos imaginarios corrían entre los setos y los parterres, lástima que las
niñas y las monjas eran mucho más rápidas, con ellas se terminaba la ilusión y
la felicidad momentánea, ya que una vez alcanzados, se nos castigaba
restituyéndonos a las aulas.
Estos dos primeros cursos, con sus risas,
con los primeros aprendizajes, los primeros amigos, se pasaron rápidamente, y
la verdad, con muy poca trascendencia.
Al cumplir los siete años tuve que pasar
a colegio más serio, en este caso, y como era preceptivo en ese momento, se
trataba de un colegio de niños exclusivamente. Era un colegio seglar, aunque
con cura integrado, había recogido una gran cantidad de profesores
represaliados, mantenía un compromiso con la enseñanza, aunque con métodos
adictos al Régimen (la letra con sangre entra).
El cambio para mí fue espectacular, es la
primera situación en que un niño se encuentra solo, sin saber qué hacer,
rodeado de personas que poco o nada te ayudan. Es cuando por primera vez te
sumerges en la masa y te dejas llevar por la ola, sin saber adónde ni cuánto
tiempo.
Mi primera gran sorpresa fue enfrentarme
con los urinarios de hombres, es decir, los verticales; no nos podemos olvidar,
que en ese tiempo, los niños bien educados, cuando iban con sus padres, si
tenían que ir al servicio, iban siempre al de señoras.
Pues dicho esto, el impacto fue superior;
menos mal que siempre encuentras a alguien más espabilado, y con mucha
sabiduría, la suficiente como para sacarte del apuro.
No tardé demasiado en aprender, y a fe
mía, que aprendí bien, tanto, que cuando llegué a casa, y vi la cálida mirada
de mi madre, exclamé:
¡Mamá, ya
se mear sin manos!
Leo tu bibliografiblog. Me place. Continúa. Chano
ResponderEliminarGracias Chano, espero que me siga leyendo.
ResponderEliminarUn abrazo
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