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jueves, 23 de mayo de 2013

Primeros pasos escolares.


T


enía cinco años. ¡Qué recuerdos!

Hay muchas personas que no recuerdan, hay quien tiene pocas evocaciones  conscientes sobre la infancia. Debe ser necesario para muchos olvidar, ya no las situaciones de la niñez, si no los sentimientos que rodearon estos hechos, y que indiscutiblemente fueron trascendentes, fundamentales, para la creación del “yo”. Ese no es mi caso.

Pero no me voy a poner filosófico. Lo único que deseo, es desvelar estas imágenes que vuelven a mi mente, a lo mejor desatadas por situación parecida, o a lo mejor por recordar un tiempo, que como “tiempo pasado”, nos engaña, y se nos muestra mejor que el actual.

¡Paco, al grano, y no te enrolles!

El primer colegio al que fui, se llamaba “Colegio Cristo Rey”, y era de monjas.

Entré en esta institución con cinco años, y mis padres lo eligieron, fundamentalmente por encontrarse a menos de cinco minutos de casa, aún a sabiendas que solo podía quedarme en sus aulas dos años, ya que en aquel momento era “colegio femenino”, y solo admitían a chicos en lo que se denominaba “Parvulitos”.

Sobre este tiempo, mis recuerdos son vagos, pero felices. Recuerdo a la monja que me daba clase y que se llamaba Lourdes, era muy pequeña y muy viejecita, con un montón de arrugas. Aunque no recuerdo con ella situaciones concretas, si tengo una sensación agradable, de bondad, de cariño.

Me acuerdo de la campana que pendía en el recibidor de la entrada principal del convento; también del cuadro colgado cerca del badajo, donde ponían los nombres de cada comunera, junto con el toque específico para su llamada.

También recuerdo el encerado de los suelos, de los pasamanos, la luminosidad de los dorados, es decir, la pulcritud excesiva de todo.

Lo más interesante era el recreo. Casi siempre nos tocaba estar en el jardín, solos, pero de vez en cuando, no sé por qué razón, aparecían las niñas. Momento culmen, aprovechando las pocas distracciones de las monjas que nos vigilaban, nos metíamos detrás de los setos, y aprovechando que las niñas jugaban al “brilé” o a la “cuerda”, les robábamos los sombreros que yacían amontonados en algún banco, y nos convertíamos gracias a esa indumentaria, en vaqueros.

Se producía la gran cabalgada, nuestros caballos imaginarios corrían entre los setos y los parterres, lástima que las niñas y las monjas eran mucho más rápidas, con ellas se terminaba la ilusión y la felicidad momentánea, ya que una vez alcanzados, se nos castigaba restituyéndonos a las aulas.

Estos dos primeros cursos, con sus risas, con los primeros aprendizajes, los primeros amigos, se pasaron rápidamente, y la verdad, con muy poca trascendencia.

Al cumplir los siete años tuve que pasar a colegio más serio, en este caso, y como era preceptivo en ese momento, se trataba de un colegio de niños exclusivamente. Era un colegio seglar, aunque con cura integrado, había recogido una gran cantidad de profesores represaliados, mantenía un compromiso con la enseñanza, aunque con métodos adictos al Régimen (la letra con sangre entra).


El cambio para mí fue espectacular, es la primera situación en que un niño se encuentra solo, sin saber qué hacer, rodeado de personas que poco o nada te ayudan. Es cuando por primera vez te sumerges en la masa y te dejas llevar por la ola, sin saber adónde ni cuánto tiempo.

Mi primera gran sorpresa fue enfrentarme con los urinarios de hombres, es decir, los verticales; no nos podemos olvidar, que en ese tiempo, los niños bien educados, cuando iban con sus padres, si tenían que ir al servicio, iban siempre al de señoras.

Pues dicho esto, el impacto fue superior; menos mal que siempre encuentras a alguien más espabilado, y con mucha sabiduría, la suficiente como para sacarte del apuro.

No tardé demasiado en aprender, y a fe mía, que aprendí bien, tanto, que cuando llegué a casa, y vi la cálida mirada de mi madre, exclamé:

¡Mamá, ya se mear sin manos!

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