Mi tía Pacucha y mi tío Daniel, junto con mis primos Marisa y
Daniel, vivían en Coruña, en la Calle de San Juan.
Mi primo Daniel y yo éramos casi de la
misma edad, y por el hecho de no tener hermanos has cumplidos los siete años,
fue Daniel, para mí, el hermano de la infancia. Como todos los niños, jugamos,
nos divertimos, nos peleamos…; pero lo importante es que juntos crecimos, y
juntos abrimos las puertas de la vida.
Nuestros veranos de Coruña, como casi
todos los niños de la ciudad, estaban relacionados con el mar, con la playa,
playa y playa; desayunábamos playa, comíamos playa, cenábamos playa, y si me
apuran dormíamos soñando con la playa.
Nuestras tareas diarias se resumían en
Playa de San Amaro, Club del Mar, bicicleta, por la tarde caza de pájaros con
escopeta de balines en los Pelamios, …
Hoy, bien pasados los 60 años, estando en
un bar, pude ver algo que hacía mucho tiempo no pasaba por delante de mis ojos,
y que me recordó olvidadas travesuras de niños con imaginación, y que para
vivir buscábamos experiencias, que muchas veces constituían verdaderas
trastadas.
El hecho a que me voy a referir se
produce en la nevera de mi tía Pacucha. Cuando me refiero a la “nevera”, que el
lector no piense en ese armario que tenemos en casa, provisto de un motor, y
cargado de no sé qué gas, y que produce el frio necesario para la conservación
de los alimentos. La “nevera” de mi tía no disponía te tanta tecnología,
estamos en los años cincuenta, y una casa de tipo medio en España, no disponía
de tales artilugios.
La “nevera”, le llamábamos en casa a una
pequeña habitación interior provista de un pequeño ventanuco, cargada de
humedad, y donde se pasaba un frio espantoso, incluido en el verano.
Entiéndase también que en aquella época
prácticamente no disponíamos de ningún dispositivo de calefacción para el
hogar, salvo la cocina.
En aquella habitación, llamada “nevera”,
se guardaban los chorizos, salchichones, lacones, cacheiras, patatas, y demás
productos que traían mis tíos de la aldea.
Lo que hoy he visto en un bar de Vilanova
de Arousa, tiene relación con lo que guardábamos en la “nevera”, se trata ni
más ni menos que de un auténtico “Sifón”, que parece que vuelven a fabricar y
en su modelo primitivo, de grueso vidrio y con su camisa de protección, en este
caso plástica.
Pues sí, en la “nevera”, también se
guardaban sifones y gaseosas.
Los sifones eran los de antes, con
mecanismo metálico, y sin protección, ya que cuando se ponían en la mesa se
cubrían con unas fundas metálicas de quita y pon.
Las gaseosas estaban provistas de un
sistema metálico de cierre a presión con un precinto de papel que lo recubría.
En ambos casos, los envases eran
retornables, y además caros, por lo que nos cuidábamos mucho de no romperlos.
El refugio de mi primo y mío, era la “nevera”,
allí nos escondíamos de la mirada de mi tía, y tramábamos nuestros planes:
Con mucho silencio, cuidando que no nos
oyeran, abríamos una gaseosa, y a morro, y por turnos, íbamos bebiendo y
bebiendo, hasta terminarla, quedábamos “ENGUACHINADOS”, que viene a ser algo
así (supongo), como los que se ponen a oler pegamento, pero en plan años
cincuenta.
Por supuesto, que quedábamos hechos
polvo, con tanto líquido, y tanto gas.
Con el sifón teníamos otro juego, hay que
reconocer que el ácido carbónico, aun siendo agradable por sus burbujas,
resultaba más duro que la gaseosa.
Lo que hacíamos era colocar la boca en el
pitorro de salida del líquido y apretar la válvula de salida, con lo que se
produce dentro de la boca como una explosión de burbujas, que incluso llegaba a
salir disparada por la nariz.
Todo esto era muy divertido, salvo que se
diera cuenta mi tía, que en cuyo caso nos quedaban dos opciones: escapar
corriendo escaleras abajo (un cuarto piso), saltando de tramo en tramo, e irnos
para la calle a esperar que se le pasase el enfado, o bien recibir estoicamente
la conocida zapatilla de mi tía Pacucha, que tantas y tantas veces se acercó a
nuestras posaderas.
Mi querida tía, hoy estaría en la cárcel
cumpliendo condena por causa de “Un Sifón y Una Gaseosa”