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oy abuelo.
Ya va para tres años, de un
niño, de nombre Leo, lo veo casi todos los días, me encargo de levantarlo,
vestirlo, lavarlo, darle el desayuno, y por último llevarlo a la guardería.
Todas estas operaciones llevan aparejadas
otras adicionales, juegos, lectura de cuentos, buena conversación, etc.
Este jueves fue para mí un día especial,
y para que se entienda quisiera remontarme un par de años antes.
Mi buena amiga Pepa, que está coladita
por el niño, en uno de sus varios regalos le envió un precioso tiovivo de
colores, con cuatro caballitos que giran en su peana al son de la música, sólo
hay que darle cuerda para que suene y gire.
Todos los días tomaba el desayuno en
presencia de los caballitos moviéndose, con los que imaginativamente compartía
las cucharadas de comida.
El miércoles pasado, jugando, el tiovivo
cayó al suelo, y los caballitos se doblaron con el golpe, Leo en su inocencia
trató de enderezarlos, con lo que se quedó con los caballitos en la mano, al
romperse definitivamente las varillas que los sujetaban a la peana.
Al día siguiente, y con tristeza, me
informó de lo sucedido y a la vez con tierna súplica me dice:
- ¡Abuelo! ¿Me lo arreglas?
- Leo, no puedo, porque está rota la madera.
Desde luego, estoy seguro, que no
entendió bien el argumento, porque su cara denotó su perplejidad.
Entonces con una mirada, de esas que se
acercan despacito al corazón, me dice suavemente:
- ¡Abuelo, entonces cómprale pilas!
Siento inmediatamente dos gotas de agua
que oscurecen mi vista.
Nada pude responder, sólo pude ofrecerle
un beso y un abrazo, que se disolvieron en un río de ternura.
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