Hoy, en una sesuda reunión, y discutiendo
temas de importancia, una compañera (María), me mira, y muy decidida me exige:
-¡Dame tus gafas!, porque las tienes tan sucias que seguro que no puedes ni
verme la cara.
Por mi parte pensé: Desde luego, tiene
razón, decididamente no veo nada.
Ella, con mano diestra, y ayudada de una
esponjilla especial para tales menesteres, diluyó el velo que cerraban mis ojos,
y por fin, pude volver a la realidad.
Todo esto que describo no debería ser
nada especial, si no fuese porque la mente, a veces, juega con nosotros.
En este preciso momento, y ocupando el
lapsus de unos pocos segundos, volví a mi infancia:
Cuando era niño, mi madre me dio a leer
los cuentos de “Las Mil y Una Noches”, narración en la que la Princesa
Sherezade, para salvar su vida, contaba cada noche un cuento al Sultán, dejando
para el día siguiente el final del mismo, prolongando de esta manera su vida,
dado el interés que suscitaba cada narración.
Uno de los cuentos, desde luego, no el
más famoso, se titula: “El árbol que canta, el pájaro que habla, y la fuente
del oro”.
Era, como todas las hijas pequeñas de los
cuentos, dadivosa y de gran corazón.
Andando, y andando, en el camino se
encuentra con un Derviche, muy viejecito, y que no veía; la chica se acerca a
él y se ofrece a cortarle las cejas, que las tenía largas, muy largas, tan
largas que no le permitían ver.
El Derviche, al encontrarse liberado, y
en agradecimiento, le ofrece a la joven las claves necesarias para desencantar
a sus hermanos, que más adelante utilizará para su liberación.
Fueron unos segundos nada más en los que
yo me convertí en Derviche, un momento de felicidad que necesito agradecer.
Siento
no haber podido darle a María las claves para desencantar el propósito
que persigue en su camino, pero estaré eternamente agradecido por ese
pequeñísimo momento en que su generosidad me convirtió en Derviche.
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