E
|
ra un día de invierno, ya casi primavera,
la humedad del aire estaba tratando de luchar con unos pocos rayos de sol.
La primavera iniciaba una pequeña
escaramuza, tratando de doblegar el invierno, que se resistía con
todos sus medios a marchar.
El día no era caluroso, tampoco frío;
tampoco era un día húmedo, pero no era seco.
¡Hoy podré salir a la calle!
Pido permiso para salir, cojo mis
pistolas, mi sombrero de vaquero, mi insignia de “sheriff” y me dispongo a
bajar las escaleras de casa.
Es muy posible que en la calle me
encuentre con algún indio y podré entablar una lucha de igual a igual.
Al llegar al portal, me doy cuenta.
¡No hay indios!
Solamente me encuentro con los puestos de
fruta que se instalan todos los días, solo mujeres que compran y venden, solo
frutas y verduras.
¡Qué desilusión!
Allá al final de la calle, junto a las
escaleras de Santa Lucía, veo que hay un corro de niños con algunos mayores que
miran para una señora en el centro de la plaza.
¡La tentación!
Me acerco y quedo maravillado:
Es una “charlatana” que trata de vender
un ungüento.
Ella asegura que es de “grasa serpiente”.
Para demostrarlo, tiene entre sus manos dos “boas” que se mueven, que entran y
salen de una maleta apoyada en el suelo.
¡Yo no tengo miedo! ¡Tengo mis pistolas!
La mujer trata de convencer a todo el
mundo de las excelencias del producto. Lo cierto es que a mí nada me importa,
porque, ¿para qué rayos puede valer un ungüento?
La “charlatana” hacía bien su trabajo, y
poco a poco iba vendiendo algo.
De vez en cuando soltaba la consabida
frase para espantar a la audiencia infantil:
-¡Niño! ¡Aparta que me estropeas la
mercancía!
Lo cierto es que poco conseguía con ese
esfuerzo. Solo el hambre hacía que los niños nos fuéramos marchando.
Yo continuaba vigilando las serpientes y
no les quitaba el ojo de encima:
¡Como se atrevan a acercarse, les
disparo!
El tiempo pasa, pasa, pasa…
La mujer no para de hablar, cada vez hay
menos gente.
De pronto noto un dolor en mi trasero. Una
mano marca sus cinco dedos en mis nalgas, protegidas, eso sí, con un pantalón
corto.
¡No me dio tiempo a desenfundar!
Siento detrás de mí la voz de mi madre:
-¡No te tengo dicho que no cruces la
calle!
(Yo ya estaba llorando)
No hay comentarios:
Publicar un comentario