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uve durante los dos primeros cursos del
bachillerato un profesor, Don Jesús, hombre curioso, tenía una voz aflautada,
que a la concurrencia estudiantil hacía reír, sus gestos amanerados, solemne en
todas sus manifestaciones orales, pero tenía un punto muy flaco, padecía un
terror casi enfermizo a las abejas.
La llegada de la primavera, traía a la
clase la novedad del calor, el sol, el aire de la calle…
Todo el efecto renovador de la vida venía
a posarse sobre las cabezas de aquellos grupos de niños que oscilaban entre
diez y once años.
La llegada del calor hacía que la salida
del colegio la amenizáramos con un retorno a casa mucho más bucólico que en el
invierno. Solíamos volver a través del monte de Santa Margarita, donde
empezaban a aparecer las primeras flores, con ellas, aparecían también aquellos
insectos alados, que tan beneficiosos son para la vida.
Los primeros revoloteos de las abejas
marcaban el banderazo de salida para la primera travesura primaveral.
¡Comienza la caza de abejas!
La operación era muy sencilla, justo
cuando veías una abeja encima de una margarita en el suelo, se le lanzaba
encima la cartera, repleta de libros y libretas, pero que no mataba, la dejaba
tonta, momento que aprovechábamos para introducirla en una caja de cerillas
vacía.
Levantábamos la cartera, que en aquel
entonces su carga durante todo el período escolar no producía lesiones de columna,
y debido a aquel peso, el insecto en cuestión, queda como en letargo durante un
buen rato.
Una vez que teníamos varias cajas de
cerillas con su abeja correspondiente, nos presentábamos en clase de Don Jesús.
Pero antes tenemos que conocer lo que era
un aula en esos tiempos:
Nos sentábamos en pupitres de dos o tres
personas, eran de madera, y estaban construidos en una sola pieza que
comprendía tanto el banco como el pupitre en sí.
El mesado del pupitre era un cajón que se
abría con una tapa basculante por arriba, y que disponía de un agujero para el
tintero, recipiente donde se vertía un líquido compuesto por una disolución de
unos polvos que se preparaban todos los días y que los usuarios de la manecilla
y el plumín consumíamos tanto en la escritura como en las manos y en la boca,
lo que significaba que después de las clases de caligrafía debíamos de sufrir
una exhaustiva sesión de lavado por parte de nuestras respectivas madres.
Por mi parte fui testigo de la aparición
del bolígrafo y la pluma estilográfica al alcance de cualquiera, ya que antes
era privilegio de los pudientes.
Con el “bolígrafo Bic”, fueron
desapareciendo los tinteros, pero no sus agujeros.
Pues bien, dicho todo esto, voy a
explicar la cuestión que nos atañe:
Cada caja de cerillas se colocaba dentro
de un pupitre. Su parte exterior se fijaba con una chincheta en la base
interior del cajón del pupitre.
El cajetín móvil de la cerillera se ataba
con un hilo, que se mantenía lo suficientemente largo para que saliese del
cajón, y estuviese al alcance del usuario a la espera de la orden fatal.
Cuando la cosa estaba lo suficientemente
armada, y Don Jesús se encontraba en plena disertación, un compañero del final
de la clase tenía, por sorpresa, un terrible acceso de tos.
Esa era la señal.
Todos tirábamos del hilo, con lo que las
cajas quedaban al descubierto, y las abejas libres.
Los insectos al ver la luz de los
agujeros de los tinteros, no lo pensaban demasiado, salían disparándose hacia
la luz y el aire.
Cuando empezaban a asomar, los gritos
eran indescriptibles, daba la impresión de que el pánico se adueñaba de la
clase.
Los muchachos se subían a las mesas,
gritaban, se abrazaban con un terror que podría hacer palidecer a los más
serenos.
Don Jesús, que ya no podía más, escapaba
a secretaría, para ver si el resto de sus compañeros de más edad podía
ampararlo.
El escándalo en el aula era tremendo,
todos estábamos excitados, el jolgorio era brutal.
Por la escalera venía corriendo Don
Fermín, el Jefe de Estudios, y que además tenía unos pulmones excepcionales, ya
que cuando tocaba el silbato para iniciar la jornada y dar la orden de entrada
en el colegio, se escuchaba hasta casi un quilómetro de distancia.
Don Fermín ya se olía la tostada y subía
corriendo con un esbozo de sonrisa, no consentida, en la boca.
- ¡Abrir inmediatamente las ventanas!
- ¡Todos castigados durante un mes sin recreo!
- ¡OOOOOOOOOOOhhhhh! (alarido)
- ¡Bueno, si os portáis bien, le pediré a Don Jesús que os perdone!
- ¡Graciassssssssss, don Fermíiiiiiiiin!
La clase vuelve a su redil, sujeto,
verbo, complemento directo…
La primavera volverá el año próximo,
otros niños aprobarán ingreso y vendrán otros niños a primero; las abejas
volverán con otros nuevos escolares…
Y yo…
Yo voy a cumplir 63 años, y quiero una
caja de cerillas, para cuando nazca mi nieto en el mes de febrero tenérsela
preparada para enseñarle como se usa.
¡La tecnología punta no puede morir con
una generación!