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miércoles, 6 de noviembre de 2013

La tía Pacucha nos llevó al cine Equitativa

E
l cine Equitativa era un cine de barrio. Estaba especializado en lo que se llamaba “Sesión Continua”, es decir, empezaba una proyección y continuaba, continuaba… hasta que cerraba el cine. Cuando uno compraba la entrada, le daba el derecho de ver la película todas las veces que fuese menester hasta el momento de cierre del local.

No era de las salas más baratas, hay que darse cuenta que podías disfrutar de la proyección tres o cuatro veces con el precio de una sola entrada, tampoco era de las caras, ya que indiscutiblemente era un cine de barrio.

¡Cuántas veces “latando” al colegio, nos hemos metido toda la tarde en el cine Equitativa!

La sala estaba ubicada en la Plaza de Vigo de A Coruña. Era un edificio bonito con una amplia fachada, la taquilla daba a la acera, estaba protegida con unos barrotes metálicos de un color dorado, que era el predomínate del metal de toda la construcción.

Comprabas la entrada, y con aquella ansiedad que casi hacía reventar el pecho por el deseo de llegar cuanto antes, subías la escalinata de entrada.

Un portero bien vestido, con un uniforme gris, muchos galones dorados, que conjuntaban con los botones brillantes de la chaqueta, cortaba la entrada; acto que constituía la señal de arranque para una carrera sin límites, exhaustiva, despiadada, cuyo fin era conseguir una butaca lo más cerca de la pantalla.

Una vez que la butaca estaba elegida y peleada, entonces tocaba prepararse para aguantar toda la película; para ello salíamos a la entrada, comprábamos un chicle o cuatro “Darlings” en el ambigú y luego bajábamos por unas escaleras de mármol, con un pasamanos metálico de un exquisito dorado, al sótano, donde se encontraban los servicios.

Estas mismas escaleras, pero en sentido ascendente conducían a los graderíos, que aunque por el mismo precio, siempre estaban más solitarios, por lo que eran frecuentados por parejas de novios a los que poco les importaba la película proyectada.

Aquel día mi tía Pacucha nos invitó al cine, allá fuimos, mi tía, mis primos Marisa, Daniel, mi hermana Pitusa y yo.

Nada me acuerdo de la película, debía de ser un melodrama de mucho llorar, porque mi tía, que le encantaban esos temas, se encontraba ensimismada, y que pienso que ni el fragor de la Batalla de Elviña podría sacarla del arrobamiento producido por lo que estábamos viendo.
En lo más interesante del momento, mi hermana Pitusa, que no debía de tener más de dos años, irrumpe con un discurso que expresa un deseo irreversible y que indudablemente viene a interrumpir la viveza del discurso cinematográfico:

-¡Tía, tengo ganas de hacer pis!

“Cielos, que horror” (piensa mi tía)

-Espérate un poco Pitusita, que en el descanso te llevo al váter.

-¡Tía, que me hago pis!


La película, que continúa, y cada vez más interesante.

-¡Que te esperes!

-¡Que no puedo más!

-¡Que sí que puedes!

-¡Que me lo hago!

En estos momentos cruciales las decisiones que se toman,  pueden condicionar vidas enteras, como cuando Napoleón decidió invadir Rusia.

Mi tía sopesa las posibilidades:

(Si llevo a la niña al servicio, tengo que salir de la sala, bajar las escaleras, sentarla en el váter, esperar que lo haga, volverla a vestir, subir corriendo la escalinata, entrar en la sala, buscar nuestra butaca, sentarnos… ¡y nos hemos perdido el final de la acción de la película!)

Entonces en voz muy queda, habla con la niña, de manera que solo nos enterásemos nosotros:

-Pitusita: ¡Agáchate aquí a mi lado que te tapo con el abrigo y haz pis en el suelo!

-Marisa, mi prima: ¡mamá, por favor!

-Mi primo, y yo: ¡jo, jo…!

Pitusa, que se baja las bragas, mi tía le pone el abrigo por encima de la cabeza tapando todo el cuerpo, y la pobre que ya no puede más comienza a expulsar.

Queridos lectores, os aseguro que la niña tenía razón, tenía muchas ganas.

De hecho recuerdo aquel sonido, que parecía interminable, chssssss…, el entarimado de madera del cine inclinado hacia delante hacía que el río discurriese bravamente, sin canalizar, directo hacia la zona de la pantalla.

En aquel momento parecía que la función era eterna, es posible que la niña no tuviese fondo, es posible que perdurase días y días orinando.

Mi tía no podía más:

-¡Termina Pitusita!

-¡No puedo, tía! Tengo muchas ganas.

Mi prima Marisa:

-¡Por favor mamá!

La niña sigue, y sigue…

En ese momento, vemos aparecer por la puerta de la sala, el terrible acomodador con su linterna.

El ruido se sigue escuchando, el acomodador acecha con su luz, aunque todavía sin identificar el origen del sonido.

Mi tía Pacucha:

-¡Acaba Pitusita!

-¡Que no puedo parar!

Marisa:

-¡Por favor!

Pacucha:

-¡Tápate bien, que no te vean!

Pitusa:

-¡Que me ahogo!

El acomodador alumbrado para todos lados, sin poder identificar lo que pasaba.

Pitusa va parando de orinar, y mi primo Daniel que está más cerca de pasillo advierte:

-¡La meada llega hasta la pantalla, recorre por lo menos cinco o seis filas!

Mi tía Pacucha piensa y decide:

“Cuando se encienda la luz se descubrirá el pastel”, avisados estáis, en el momento que termine la película, y antes de que ponga “Fin”, con abrigo o sin abrigo, hay que levantarse como balas y precipitarnos a la calle. Tendremos que salir antes de que encienda la luz de la sala.

Nuestra agilidad juvenil, aguijoneada con la diligencia de mi tía Pacucha, hizo que saliéramos todos corriendo, muertos de risa.


Hoy recordando, pienso que sin saber qué película estuve viendo aquel día, fue para mí, una de las mejores sesiones de cine que ha vivido en mi infancia.

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