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domingo, 15 de diciembre de 2013

El Republicano al que visitó el Rey

E
n los años cincuenta, en España, reinaba lo que se dio en llamar el Nacional-Catolicismo. En mi familia no era menos. En mi casa imperaba la cultura Católica, Apostólica y Romana de la que se jactaba la Curia dominante en este país.

Dicho lo cual, es fácil de entender cuál era el ambiente ciudadano en la Navidad.

Para un niño como yo, nacido en 1951, era un período de ilusión, de alegría, de fiesta. Daba la impresión que la Navidad estaba hecha para los niños:

Ir a comprar los turrones, las visitas a la familia, tanto cercana como lejana, los abrazos, la copa de más de los mayores, las comidas especiales, y especialmente abundantes, dulces, el champán (que en aquel entonces se podía llamar champán, lo del cava vino después), y sobre todo el ambiente de vacación y juego que hacía que los niños pequeños, nos juntásemos con los mayores del barrio, y con la boca abierta, escuchábamos sus aventuras.

Lo más importante, sin duda alguna, era la noche de “Reyes”. El cinco de enero era un día maldito, nadie vivía, la angustia era tremenda, nunca llegaba la noche.

Nos preguntábamos nerviosísimos: ¿Qué me traerán los Reyes?

No recuerdo bien, pero podría ser el año 1956 o 1957, estaba en ese fatídico día cinco de enero, esperando la muerte del sol, la cena temprana, el rebelde sueño que se niega a venir…

Mi madre me recuerda:

-¡No se te ocurra despertarte, porque si los Reyes te ven despierto, se llevan los regalos!

Por fin, la cama, las piernas se rebelan, es imposible relajarse… pero poco a poco, el sueño me va venciendo, caigo en un sueño liviano, inquieto, con la mente interesada en la vigilia.

Despierto varias veces, siempre la misma oscuridad, siempre el mismo silencio, mis padres duermen.

Tengo orden de no levantarme hasta que me avisen ellos, pero como todos los años, acabo siempre por ser yo, el que acude a su cama a preguntar si se puede ir a mirar lo que me dejaron los Reyes.

Solo que este día, y puede que fuese por haber crecido un año más, me creía muy valiente.

Me levanto a oscuras, despacito, muy despacito, descalzo para no hacer ruido, y por si acaso bien arrimado a la pared del pasillo, no vaya a ser que alguien me vea, me aventuro hacia el comedor.

Tradicionalmente, era en esta sala donde aparecían todas las mañanas del día seis de enero los regalos. La puerta tenía una cristalera, de unos cristales rugosos que dejaban pasar la luz, pero no se percibía lo que estada dentro de la habitación.

Yo sabía de sobra que antes de acostarme había dejado al pie de la mesa del comedor, los zapatos bien limpios, el agua para los camellos, y la copa de vino dulce para los Reyes.

La puerta abría con dificultad, siempre estaba atascada, entre otras razones, porque como en todas las casas, el comedor principal, no se utilizaba más que para la Navidad o fiestas muy especiales (que no las había). Traté de abrir, pero chirriaba la madera, la puerta rozaba con el piso, y había que empujar con fuerza para que se moviese la hoja.

-¡Qué angustia! ¡Espero que no se despierten papá y mamá!

Mis pensamientos estaban en ellos, ya que por el silencio del interior de la habitación y la falta de luz, me hacía suponer que estaba vacía, era evidente que los Reyes Magos, o ya se habían marchado o no llegaron.

Por fin, tras mucho esfuerzo conseguí que la puerta cediese, entro a oscuras, con la poca luz que podía filtrar la noche a través de las contraventanas cerradas, pero que ajustaban mal, observo algo que hace estallar mi corazón:

En una esquina de la mesa, una cabeza, grande, calva, se percibía. La cabeza estaba inmóvil, indiferente, sentí que me miraba…

El miedo se hizo cargo de todo mi cuerpo.

-Es el Rey Melchor… seguro que se va sin dejarme nada.

Con este pensamiento, me di cuenta que mis pies, sin yo ordenárselo, me llevaban corriendo hacia mi habitación.

Solo sentí que me había metido otra vez en la cama, me había tapado con las mantas por encima de la cabeza, el pánico me hacía temblar, tiritaba, me puse boca abajo, porque sentí que estaba empezando a llorar, no quería que me oyeran.

Lloré y lloré, temblé de miedo, hasta que agotado, el sueño se hizo cargo de mí.
Al amanecer, siento que mis padres entran en la habitación:

-¡Arriba, que ya vinieron los Reyes!

La luz de día, la presencia de mis padres y el descanso, fueron los responsables de que el susto recibido se diluyese en el pasado.

Corro al comedor, la puerta estaba abierta de par en par, las contraventanas separadas, la luz era clara en el amanecer de una mañana soleada, tal y como tienen que ser todas las mañanas del seis de enero.

Un montón de juguetes:

-¡Un tren eléctrico! ¡Un fuerte de vaqueros!

En la esquina de la mesa, justo donde vi al Rey Melchor, pude comprobar que me habían dejado una preciosa “Bola del Mundo”.

-¡Que suerte tuve! ¡Tanto corrí que los Reyes no me llegaron a ver!

Más adelante, cuando fui cumpliendo años me di cuenta que la cabeza que vi, tenía que ser la bola del mundo.

Hoy con casi 63 años, “republicano” convencido, y “ateo” confeso, quiero creer que aquel día estuvo en mi casa “El Rey Melchor”.




Esta historia se la quiero dedicar a mi amiga Rosalía, que me hizo pasar hoy una tarde deliciosa, y gracias a ella vuelvo a creer en la imaginación infantil.

sábado, 23 de noviembre de 2013

La primavera, el tintero altera.

T


uve durante los dos primeros cursos del bachillerato un profesor, Don Jesús, hombre curioso, tenía una voz aflautada, que a la concurrencia estudiantil hacía reír, sus gestos amanerados, solemne en todas sus manifestaciones orales, pero tenía un punto muy flaco, padecía un terror casi enfermizo a las abejas.

La llegada de la primavera, traía a la clase la novedad del calor, el sol, el aire de la calle…

Todo el efecto renovador de la vida venía a posarse sobre las cabezas de aquellos grupos de niños que oscilaban entre diez y once años.

La llegada del calor hacía que la salida del colegio la amenizáramos con un retorno a casa mucho más bucólico que en el invierno. Solíamos volver a través del monte de Santa Margarita, donde empezaban a aparecer las primeras flores, con ellas, aparecían también aquellos insectos alados, que tan beneficiosos son para la vida.

Los primeros revoloteos de las abejas marcaban el banderazo de salida para la primera travesura primaveral.

¡Comienza la caza de abejas!

La operación era muy sencilla, justo cuando veías una abeja encima de una margarita en el suelo, se le lanzaba encima la cartera, repleta de libros y libretas, pero que no mataba, la dejaba tonta, momento que aprovechábamos para introducirla en una caja de cerillas vacía.

Levantábamos la cartera, que en aquel entonces su carga durante todo el período escolar no producía lesiones de columna, y debido a aquel peso, el insecto en cuestión, queda como en letargo durante un buen rato.

Una vez que teníamos varias cajas de cerillas con su abeja correspondiente, nos presentábamos en clase de Don Jesús.

Pero antes tenemos que conocer lo que era un aula en esos tiempos:

Nos sentábamos en pupitres de dos o tres personas, eran de madera, y estaban construidos en una sola pieza que comprendía tanto el banco como el pupitre en sí.

El mesado del pupitre era un cajón que se abría con una tapa basculante por arriba, y que disponía de un agujero para el tintero, recipiente donde se vertía un líquido compuesto por una disolución de unos polvos que se preparaban todos los días y que los usuarios de la manecilla y el plumín consumíamos tanto en la escritura como en las manos y en la boca, lo que significaba que después de las clases de caligrafía debíamos de sufrir una exhaustiva sesión de lavado por parte de nuestras respectivas madres.

Por mi parte fui testigo de la aparición del bolígrafo y la pluma estilográfica al alcance de cualquiera, ya que antes era privilegio de los pudientes.

Con el “bolígrafo Bic”, fueron desapareciendo los tinteros, pero no sus agujeros.

Pues bien, dicho todo esto, voy a explicar la cuestión que nos atañe:

Cada caja de cerillas se colocaba dentro de un pupitre. Su parte exterior se fijaba con una chincheta en la base interior del cajón del pupitre.

El cajetín móvil de la cerillera se ataba con un hilo, que se mantenía lo suficientemente largo para que saliese del cajón, y estuviese al alcance del usuario a la espera de la orden fatal.

Cuando la cosa estaba lo suficientemente armada, y Don Jesús se encontraba en plena disertación, un compañero del final de la clase tenía, por sorpresa, un terrible acceso de tos.
Esa era la señal.

Todos tirábamos del hilo, con lo que las cajas quedaban al descubierto, y las abejas libres.

Los insectos al ver la luz de los agujeros de los tinteros, no lo pensaban demasiado, salían disparándose hacia la luz y el aire.

Cuando empezaban a asomar, los gritos eran indescriptibles, daba la impresión de que el pánico se adueñaba de la clase.

Los muchachos se subían a las mesas, gritaban, se abrazaban con un terror que podría hacer palidecer a los más serenos.

Don Jesús, que ya no podía más, escapaba a secretaría, para ver si el resto de sus compañeros de más edad podía ampararlo.

El escándalo en el aula era tremendo, todos estábamos excitados, el jolgorio era brutal.

Por la escalera venía corriendo Don Fermín, el Jefe de Estudios, y que además tenía unos pulmones excepcionales, ya que cuando tocaba el silbato para iniciar la jornada y dar la orden de entrada en el colegio, se escuchaba hasta casi un quilómetro de distancia.

Don Fermín ya se olía la tostada y subía corriendo con un esbozo de sonrisa, no consentida, en la boca.

-   ¡Abrir inmediatamente las ventanas!

-   ¡Todos castigados durante un mes sin recreo!

-   ¡OOOOOOOOOOOhhhhh! (alarido)

-   ¡Bueno, si os portáis bien, le pediré a Don Jesús que os perdone!

-   ¡Graciassssssssss, don Fermíiiiiiiiin!

La clase vuelve a su redil, sujeto, verbo, complemento directo…

La primavera volverá el año próximo, otros niños aprobarán ingreso y vendrán otros niños a primero; las abejas volverán con otros nuevos escolares…

Y yo…

Yo voy a cumplir 63 años, y quiero una caja de cerillas, para cuando nazca mi nieto en el mes de febrero tenérsela preparada para enseñarle como se usa.

¡La tecnología punta no puede morir con una generación!


sábado, 9 de noviembre de 2013

La Tía Preciosa

D
urante las décadas cuarenta y cincuenta del siglo pasado, fueron tiempos de racionamiento, de hambre, de pobreza; como hoy, fueron tiempos de crisis, aunque ésta situación fuese producida por motivos diferentes.

En aquel tiempo la crisis fue causada por la Guerra Civil, y remachada por la II Guerra Mundial.

Existía una gran diferencia con la crisis actual, no me quiero extender en las causas, porque de sobra son conocidas, me meteré con ciertos efectos, y concretamente con la desgracia de la “Emigración”.

Hoy la juventud se ve obligada a emigrar, pero los que emigran, suelen  ser muchachos y muchachas bien formados y preparados, y además casi ninguno con cargas familiares, antaño era totalmente diferente.

Las grandes carencias económicas de entonces hicieron que los pueblos se vaciasen, tomando las maletas hombres y mujeres, jóvenes y mayores, con la idea de hacer fortuna, y siguiendo una tradición de siglos solo interrumpida por el breve lustro de la II República.

Entonces, la formación era deficiente o nula, salía de España mano de obra sin ninguna especialización, dispuesta a realizar los peores y más duros trabajos.

Pero la voluntad era inmensa, el espíritu y el deseo de progreso de los que se marchaban, para ellos y los seres queridos que dejaban en la tierra, era tan grande, que hacía de aquellos brazos, palancas de hierro.

La nula educación sexual, junto con la total ausencia de planificación familiar, hacía que los jóvenes formasen familias tempranas, y se cargaran de hijos enseguida.

Por eso mismo la emigración fue especialmente dolorosa, padres que tuvieron que desprenderse de aquellos hijos, dejándolos al cuidado de familiares que se hicieran cargo de ellos.

¡Cuántos hijos de abuelos hubo en España!

¡Qué dolor el de aquellos padres y madres que pasaron años y años sin poder verlos!

Especialmente en el caso de la emigración a los estados Americanos, era casi imposible hacer visitas periódicas, por lo que pasaban años y años sin ver a sus familias, sin volver a sus antiguos hogares, solo había trabajo, trabajo, escribir una carta, esperar una contestación, cada año o dos una fotografía, más trabajo, envío de dinero, ¿Qué hacen los niños?, ahora estudian el bachillerato, ahora Manolito entró a trabajar, Luisita está acabando magisterio.

A ver si dentro de dos años podemos viajar y veros…

Pues para todo esto, había que tener unos abuelos que quedasen en casa, que se hicieran cargo de una nueva familia, y que asumiesen el papel que sus padres tuvieron que abandonar.

También podemos hablar de otra figura, si cabe más sacrificada:

“La Tía”.

Había muchos casos en que la hermana de un padre o una madre se decidía a sacrificar su vida propia, y hacerse cargo de toda la prole.

La tarea no era pequeña, se prestaría a hacer de madre y padre, en muchos casos hasta de hija de padres mayores y dependientes.

Pues bien, yo conocí una, y pude ver sus peripecias, claro que este era un caso muy especial.

Una muy querida amiga y sus hermanos, tuvieron la desgracia de quedar sin sus padres, por las necesidades del momento.

Padres que marchan para Venezuela, padres que deben de dejar a sus tres hijos en una aldea Orensana.
Plantearse llevarlos es imposible, si acaso más tarde. ¿Qué podemos hacer?

Está la Tía Preciosa. ¡Solucionado!

Pues he de decir que la tía Preciosa, era en aquel entonces una mujer joven, enjuta, fuerte, aunque muy menuda, daba la impresión que hubiese nacido un soleado día de calma, un día de primavera, no muy caluroso.

Era una mujer que agradaba, a nadie dio la oportunidad de un enfado, hasta ni siquiera tenía que reñir a los niños pequeños, porque irradiaba tal verdad que imponía sus razones sin necesidad de exponerlas.

Era como un faro en la niebla, nunca se alteraba por nada, pero alumbraba el camino.

Su fortaleza no tenía límite, ella tenía fuerzas para cuidar sobrinos de unos y de otros, mayores dependientes, la casa, el huerto, las viñas, los animales, las gallinas, el cerdo, los conejos…

Nunca tuvo un día de descanso, y muchísimos días de trabajo y de cariño a los demás.

Poco a poco todos nos fuimos haciendo mayores, y ella más, porque el tiempo nunca perdona.

La tía Preciosa, como manda ese inexorable tiempo, fue haciéndose víctima de los males que la mente nos tiene reservados en estos tiempos modernos.

La tía Preciosa, fue perdiendo poco a poco su memoria, y comenzó incluso a desconocerse a sí misma.

Nunca perdió la compostura ni la educación, de hecho, ya en el tiempo de la enfermedad, un buen día la llevaron al hospital para un reconocimiento rutinario, y una enfermera, subrogándose el derecho de tuteo, aunque con buenas formas le preguntó:

¿Qué tal estás abuelita?

La respuesta fue educada y tajante:

¡Hay neniña, por más que me esfuerzo, no acabo de recordar donde comimos el pulpo juntas!

Despacito, muy despacito, se fue consumiendo, se fue apagando, sin molestar, como diciendo: ¡yo por aquí no estuve!

¿Quién puede hacerse la idea de cómo una mujer sola, con un montón de niños a su cargo, sale adelante en aquellos difíciles años cincuenta, y como decide asumir una vida dedicada a los hijos de los demás?

¿Quién puede hacerse la idea de esas noches solitarias, de esos madrugones para preparar el fuego de la cocina y tenerla caliente para levantar a los chiquillos?

En que pudo pensar ella, día tras día, noche tras noche, trabajo tras trabajo…

Lo que sí puedo asegurar, es que la tía Preciosa, era “Tía” de todo aquel que entraba por esa casa, que siempre tenía una palabra y un consejo para cualquier caminante.

Por eso y mucho más, la tía Preciosa, también era mi “Tía”.

La tía Preciosa, un mal día se nos fue, y no como cualquiera, también se fue sin molestar, solo nos dejó la herida de la ausencia.

El olvido es imposible. Su recuerdo, quedará impreso en nuestro corazón; su ejemplo de abnegación, desinterés por sí misma, su bondad, y su sabiduría, quedará impregnado en todos aquellos cuyas vidas rozaron su andadura.

Y por eso y mucho más, si pudiese escribir un poema se lo haría.

Y por eso y mucho más, si pudiese cantarle una canción se la cantaría.

Por eso en su recuerdo pongo algo de uno que sabe hacerlo mucho mejor que yo.


Preciosa, has sido un ejemplo para mí.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

La tía Pacucha nos llevó al cine Equitativa

E
l cine Equitativa era un cine de barrio. Estaba especializado en lo que se llamaba “Sesión Continua”, es decir, empezaba una proyección y continuaba, continuaba… hasta que cerraba el cine. Cuando uno compraba la entrada, le daba el derecho de ver la película todas las veces que fuese menester hasta el momento de cierre del local.

No era de las salas más baratas, hay que darse cuenta que podías disfrutar de la proyección tres o cuatro veces con el precio de una sola entrada, tampoco era de las caras, ya que indiscutiblemente era un cine de barrio.

¡Cuántas veces “latando” al colegio, nos hemos metido toda la tarde en el cine Equitativa!

La sala estaba ubicada en la Plaza de Vigo de A Coruña. Era un edificio bonito con una amplia fachada, la taquilla daba a la acera, estaba protegida con unos barrotes metálicos de un color dorado, que era el predomínate del metal de toda la construcción.

Comprabas la entrada, y con aquella ansiedad que casi hacía reventar el pecho por el deseo de llegar cuanto antes, subías la escalinata de entrada.

Un portero bien vestido, con un uniforme gris, muchos galones dorados, que conjuntaban con los botones brillantes de la chaqueta, cortaba la entrada; acto que constituía la señal de arranque para una carrera sin límites, exhaustiva, despiadada, cuyo fin era conseguir una butaca lo más cerca de la pantalla.

Una vez que la butaca estaba elegida y peleada, entonces tocaba prepararse para aguantar toda la película; para ello salíamos a la entrada, comprábamos un chicle o cuatro “Darlings” en el ambigú y luego bajábamos por unas escaleras de mármol, con un pasamanos metálico de un exquisito dorado, al sótano, donde se encontraban los servicios.

Estas mismas escaleras, pero en sentido ascendente conducían a los graderíos, que aunque por el mismo precio, siempre estaban más solitarios, por lo que eran frecuentados por parejas de novios a los que poco les importaba la película proyectada.

Aquel día mi tía Pacucha nos invitó al cine, allá fuimos, mi tía, mis primos Marisa, Daniel, mi hermana Pitusa y yo.

Nada me acuerdo de la película, debía de ser un melodrama de mucho llorar, porque mi tía, que le encantaban esos temas, se encontraba ensimismada, y que pienso que ni el fragor de la Batalla de Elviña podría sacarla del arrobamiento producido por lo que estábamos viendo.
En lo más interesante del momento, mi hermana Pitusa, que no debía de tener más de dos años, irrumpe con un discurso que expresa un deseo irreversible y que indudablemente viene a interrumpir la viveza del discurso cinematográfico:

-¡Tía, tengo ganas de hacer pis!

“Cielos, que horror” (piensa mi tía)

-Espérate un poco Pitusita, que en el descanso te llevo al váter.

-¡Tía, que me hago pis!


La película, que continúa, y cada vez más interesante.

-¡Que te esperes!

-¡Que no puedo más!

-¡Que sí que puedes!

-¡Que me lo hago!

En estos momentos cruciales las decisiones que se toman,  pueden condicionar vidas enteras, como cuando Napoleón decidió invadir Rusia.

Mi tía sopesa las posibilidades:

(Si llevo a la niña al servicio, tengo que salir de la sala, bajar las escaleras, sentarla en el váter, esperar que lo haga, volverla a vestir, subir corriendo la escalinata, entrar en la sala, buscar nuestra butaca, sentarnos… ¡y nos hemos perdido el final de la acción de la película!)

Entonces en voz muy queda, habla con la niña, de manera que solo nos enterásemos nosotros:

-Pitusita: ¡Agáchate aquí a mi lado que te tapo con el abrigo y haz pis en el suelo!

-Marisa, mi prima: ¡mamá, por favor!

-Mi primo, y yo: ¡jo, jo…!

Pitusa, que se baja las bragas, mi tía le pone el abrigo por encima de la cabeza tapando todo el cuerpo, y la pobre que ya no puede más comienza a expulsar.

Queridos lectores, os aseguro que la niña tenía razón, tenía muchas ganas.

De hecho recuerdo aquel sonido, que parecía interminable, chssssss…, el entarimado de madera del cine inclinado hacia delante hacía que el río discurriese bravamente, sin canalizar, directo hacia la zona de la pantalla.

En aquel momento parecía que la función era eterna, es posible que la niña no tuviese fondo, es posible que perdurase días y días orinando.

Mi tía no podía más:

-¡Termina Pitusita!

-¡No puedo, tía! Tengo muchas ganas.

Mi prima Marisa:

-¡Por favor mamá!

La niña sigue, y sigue…

En ese momento, vemos aparecer por la puerta de la sala, el terrible acomodador con su linterna.

El ruido se sigue escuchando, el acomodador acecha con su luz, aunque todavía sin identificar el origen del sonido.

Mi tía Pacucha:

-¡Acaba Pitusita!

-¡Que no puedo parar!

Marisa:

-¡Por favor!

Pacucha:

-¡Tápate bien, que no te vean!

Pitusa:

-¡Que me ahogo!

El acomodador alumbrado para todos lados, sin poder identificar lo que pasaba.

Pitusa va parando de orinar, y mi primo Daniel que está más cerca de pasillo advierte:

-¡La meada llega hasta la pantalla, recorre por lo menos cinco o seis filas!

Mi tía Pacucha piensa y decide:

“Cuando se encienda la luz se descubrirá el pastel”, avisados estáis, en el momento que termine la película, y antes de que ponga “Fin”, con abrigo o sin abrigo, hay que levantarse como balas y precipitarnos a la calle. Tendremos que salir antes de que encienda la luz de la sala.

Nuestra agilidad juvenil, aguijoneada con la diligencia de mi tía Pacucha, hizo que saliéramos todos corriendo, muertos de risa.


Hoy recordando, pienso que sin saber qué película estuve viendo aquel día, fue para mí, una de las mejores sesiones de cine que ha vivido en mi infancia.

domingo, 3 de noviembre de 2013

Otoño

E
ntró por la puerta de atrás, despacito, sin querer molestar, es una estación que va apareciendo muy suavemente. No se sabe cómo, pero el verano fue desapareciendo, casi sin sentirlo, y dejó entrar en nuestro cuarto el espíritu otoñal.

Aparece nuestro amigo como una neblina muy bajita, primero nos trae las hermosas manzanas, la laboriosa vendimia, el olor a la fermentación, las castañas, las nueces…

Pero lo más llamativo es que aparecen las aguas, llueve y llueve, los ríos, antes agostados, se llenan, los montes, se vuelven plateados con los reflejos de los torrentes.

Nuestras parras se van llenando del color del invierno, y se van desprendiendo despacito de sus hojas, como diciéndoles: “ya no te necesito, ya no hace falta que me protejas del sol”.

Los días se vuelven cada vez más fríos, la luz se atenúa, va ganando la noche, poco a poco, vamos quedando inmersos en el mundo del claroscuro, nos rodeamos de una visión en blanco y negro de las cosas.

Pero el otoño es bueno para evocar nuestros recuerdos:
·         La entrada en el colegio, con la cartera nuevecita, la gabardina nueva (que la del año pasado me quedó pequeña).
·         Los zapatos de Segarra, que son estupendos para el agua.
·         Otro plumier de madera, porque todos los años se me rompe.
·         Mi madre, que el primero de noviembre me mandaba a la calle con un collar de castañas cocidas al cuello.
·         Las visitas al cementerio, para poner flores a los “difuntiños”, un ramo había que dejarlo en la cruz de los “olvidados”.

No es tristeza lo que nos entra por el cuerpo, también es alegría, es el “Samaín”, son los “Magostos”, son los niños andando por la calle con sus calabazas y sus pinturas.

Son días para pasear bajo la lluvia, para coger setas, castañas, para pensar, para acordarse de los que ya no están, para sentarse junto al fuego…

Hoy salí a pasear en bicicleta por la ribera del Umia, desbordada de agua. El rio anegaba el camino, pero la luz ofrecida por los pocos rayos de sol que las nubes permitieron, dan tal belleza al humedal, que junto con sus garzas y sus cormoranes, hicieron que un paseo dificultoso, se convierta en agradable y hermoso.

En una palabra: bienvenido amigo Otoño.

Todo esto no es tristeza, esto se llama:

Melancolía

Yo os deseo a todos vosotros que disfrutéis de un muy feliz otoño lleno de melancolía.

domingo, 29 de septiembre de 2013

¡Se cogen puntos a las medias!

A
partir de la Guerra Civil y hasta casi la llegada de la democracia, las mujeres conseguían su realización social por medio del matrimonio.

Aquellas que al cumplir los treinta años no habían alcanzado este estado “ideal”, se convertían en solteronas, mujeres secas, y se suponía que amargadas.

Su destino como persona dejaba mucho que desear, las pandillitas de la adolescencia se iban poquito a poco quedando huérfanas. Las niñas se iban casando, y por ende abandonaban su círculo de amigas, ya que tenían “ocupaciones mucho más interesantes”, como eran el marido y los hijos, y que por medio de éstos se le abrían los círculos sociales de los adultos.

La vida de aquellas pandillas, con la edad se hacían más aburridas, a medida que se iban mermando las diversiones eran menores: el paseo por la Calle Real, la sesión de Cine el domingo a las 6, porque la de las 8 de la tarde, que era la de los matrimonios, no les permitía estar en casa de los padres antes de las 10 de la noche, hora fatídica para cualquier chica soltera.

Esos grupitos quedaban reducidos en el mejor de los casos a dos o tres personas, que siempre andaban juntas, y aunque se odiasen íntimamente. Estaban obligadas a soportarse, por ser ésta la única posibilidad de salir de casa.

Hoy quiero con estas notas traer el recuerdo de un cierto grupo de mujeres olvidadas, que en aquel momento sufrieron en silencio sus soledades.

Porque sepan ustedes que en el caso de las solteronas también se hacían distingos:

Por un lado, aquellas denominadas “ricas de cuna”, cuyo problema era más llevadero, ya que podían acceder a lugares y situaciones vedados para las otras.

También encontramos otro grupo bastante más interesante, “las estudiadas”, que eran aquellas, que aún sin ser ricas, su familia se permitía, en muchos casos con grandes sacrificios, proporcionarles estudios y preparación para una vida de soltería. La mayor parte pasaron a engrosar la función pública. 
Desgraciadamente las que quedan, se encuentran en estos momentos sin una paga extraordinaria.

Yo hoy me quiero referir a aquellas, cuya extracción social no les permitía acceder a los estudios ni a ningún otro tipo de preparación, y cuyas familias no podían conservarlas en el rol de “Tía”.

En estos casos la vida fue dura, a muchas le negaron la entrada en las fábricas por darles primero trabajo a las que tenían una familia que mantener, otras se metieron a servir en casas pudientes, y por tanto explotadas al máximo, aguantando 24 horas al día una familia extraña.

Había entre este grupo unas profesionales que siempre me llamaron la atención.

Aquellas chicas solían asentarse en locales chiquitos, en muchos casos aprovechando pequeños rincones en los portales, o compartiendo local con algún que otro comercio, generalmente mercerías.

Eran las chicas que cogían los puntos a las medias, poseían unas máquinas maravillosas que hacían al trabajar un hermoso zumbido: Schiiiiiiiiiiiissssss.

Se colocaba la media encima de un tubo y con algo parecido a una jeringuilla de practicante, iban reparando poco a poco las faltas.

Una peseta les bastaba para dejar a las señoras las medias nuevas.

Pero no se contentaban con eso solo, en la mayoría de los casos también alquilaban novelas, Corín Tellado, Macial Lafuente Estefanía…

Era lo que hoy se llamaría “Emprendedoras”.

Emprendedoras, de trabajo de 12 horas diarias, encorvadas encima de su mesita, con su flexo alumbrando con una bombilla de 25 W…

Emprendedoras, de dejarse la piel y la vida en aquellas mesitas.


Les quedaba el consuelo de hablar con las parroquianas, del último asesinato que viene en El Caso, de la película que estrenan en el Avenida, del novio de Inés la chica que trabaja en el tercero de la casa de enfrente, y que parece que anda rondando a otra, de si el marido de Puri se emborracha… Pero sigue estando sola en su mesa con su trabajo, y la vida sigue, lo mismo da que sea verano o invierno, bueno en el verano tienen menos trabajo porque la señoras no se ponen medias…

sábado, 21 de septiembre de 2013

El destierro de Danielito.

M

i madre tenía una hermana, era mi tía Pacucha.

Eran uña y carne, se habían criado juntas. Mi tía era algo mayor que mi madre, y a lo mejor era por esto por lo que se consideraba responsable de ella, haciendo las veces de mi abuela, que se había muerto cuando la juventud de las dos hermanas todavía se resistía a escapar.

La vida de las dos estaba casi por completo centrada en el cuidado de los hijos.

Yo fui hijo único, hasta los siete años, lo que a efectos sentimentales se prolongó casi hasta los catorce, ya que hasta que mi hermana cumplió los siete u ocho años, fue para mí poco más que una muñeca de peluche.

Por parte de mi tía Pacucha, tenía dos primos casi de mi edad, por un lado, Danielito que me llevaba 14 meses, y por otro, Marisa, unos tres años mayor que yo. Mi relación con ellos fue muy intensa, de pequeños salíamos juntos con nuestras madres, ya de mocitos, también lo hacíamos, pero solos, sin la supervisión de nuestras progenitoras.

Está claro que debido al dicho los niños con los niños, y las niñas con las niñas”, mi relación  fue más fuerte con mi primo Daniel, que con Marisa.

Los veranos, los pasábamos juntos, íbamos a la playa, al Club del Mar, la mayor parte de los días me quedaba a comer en casa de mi tía.

Por la tarde, con nuestra escopeta de balines, íbamos de cacería; alguna vez que otra matábamos algún gorrión, que mi tía Pacucha desplumaba, limpiaba y freía.

Al atardecer, después de la cacería, bajábamos a la Calle de San Juan, nos reuníamos con mi prima, sus amigas, y demás niños del barrio, jugábamos al “brilé”; solo en el caso en que las niñas no apareciesen por tener otras ocupaciones, tales como jugar a las “casitas” u otras tonterías por el estilo, sustituíamos aquel juego por el futbol.

Pasaban los veranos, rápidamente, luego el colegio, enseguida otro verano, pero siempre distinto, en cada uno surgía algo nuevo, sin darnos cuenta, crecíamos, nuestros gustos y deseos también. Ahora, al volver de la playa, pasábamos muy despacio por delante del “Bar el Huevito”, o por “El Odilo”, íbamos muy despacito, para hacernos notar ante mi tío Daniel, que solía estar con sus amigos, y que nos llamase.

Entonces entrábamos, nos daba una taza de ribeiro y una tapa. Aún recuerdo el olor fresco de aquel vino turbio y un poco ácido, aquella mezcla de sabores, la salitre del mar, el vino, el pescadito frito de tapa, la recomendación de mi tío: ¡No le digáis a Pacucha que estuvisteis aquí!

Mi tío Daniel era un hombre bueno, un hombre corpulento, de Lugo, amante del campo, de la aldea, de los niños, le encantaba cuando algún domingo de verano salíamos las dos familias a comer a la playa o al campo, le gustaba viajar. Siempre tenía una palabra amable para nosotros.

El día que murió mi tío Daniel comprendí que en ese momento había dejado de ser joven. Fue mi último enlace con la infancia.

Recuerdo un día, ya mozos, que a mi primo Daniel, se le ocurrió apostar, con otro amigote, que si era capaz o no de afeitarse la cabeza.

Pues, dale que te pego, ganó la apuesta.

El impacto fue brutal. En una sociedad tan poco permisiva como la de la primera mitad de los años 60, el ver a un joven con pelo largo era impactante, pero el verlo con la cabeza rapada era inimaginable.
Llama mi primo a la puerta de casa, y sale mi tía Pacucha:

-   ¿Qué desea?
-   ¡Mamá, que soy yo!
-   ¡imbécil! ¿qué hiciste?

No le dio un vahído, porque a mi tía no le daban vahídos, pero mi primo tuvo que esquivar algún garrotazo que salió del genio desatado de mi tía.

Pasadas las primeras horas de angustia, y superado el impacto visual, la familia se reúne alrededor de la mesa del comedor, todos se sientan en silencio, y mi tía sirve la abundante pitanza.

Mi primo Daniel comienza la masticación, y lo que nadie esperaba, el movimiento de la mandíbula hace que la musculatura de cráneo sufra notorios movimientos. Aquella calva bien rasurada con navaja deja al descubierto contracciones y dilataciones por encima de la frente y en los parietales.

Mi prima Marisa, queda horrorizada:

-   ¡Mamá, se le mueve la cabeza!
-   ¡Mamá, que me da mucha grima!

Mi tía Pacucha no sabía que decir, estaba indignada, y para el colmo era verdad, ¡se le movía la cabeza! Mi tío Daniel callaba, la tensión se palpaba en el ambiente.

La solución la determinó la jefa de la casa:

¡De aquí en adelante, y mientras no te vuelva a crecer el pelo, quedarás castigado a comer solo en la cocina!


Así fue como Danielito, sin haber llegado a la mayoría de edad, sufrió pena de “EXTRAÑAMIENTO”

martes, 10 de septiembre de 2013

Coser y Cantar

C


ae la tarde.

Hace un momento que llegué a casa después de un bonito paseo en bici, aunque con incidencia: pinchazo y reparación.

Una ducha, y una vez cambiado y después de dar de comer a mis perras, me siento delante de la puerta de la cocina, al aire libre, con la vista perdida en el paisaje de la huerta, una botella de agua fresca, unas cuartillas, y…

El sol está cayendo. Los colores del ambiente que me rodea, antes verde intenso, rojos de las flores, azules de las hortensias, ahora se difuminan, el dibujo se vuelve pastel.

No se mueve una hoja, temperatura agradable. La vida a mi alrededor está en calma.

En este momento sube a mi memoria, que esta misma placidez, la viví otrora, de niño, aunque no en la naturaleza, si no en un lugar más humilde; hablo de la casa de vecinos en donde nací.

Yo vivía en el tercer piso, de una casa de cuatro, por supuesto sin ascensor, ¿total para qué?, si la mayor parte de las veces subía y bajaba por el pasamanos.

Eran tiempos de verano, de vacaciones. Me levantaba por la mañana temprano, ya que antes de ir a la playa había muchas cosas que hacer: el desayuno, el tazón de leche con pan, y luego los deberes, el dictado: …”hallábase el aya durmiendo al niño en su cuna de haya…”; las cuentas, la multiplicación, la división por cuatro cifras… la prueba… ¡no me da!...

Por la ventana abierta del patio escucho una melodía:

¡Es el auténtico canto del Ama de Casa!

En el piso de arriba, “Gela”, soltera madurita, hija de viuda, cuidadora de su madre y su hermano también soltero (del que no se le conocía oficio), estaba haciendo la limpieza del hogar.

En aquellos tiempos, las mujeres de la casa, limpiaban y cantaban; algunas lo hacían muy bien, otras regular, y otras mal, pero todas cantaban.

Gela cantaba siempre la misma canción. A mí me trasportaba. La pieza estaba entonces de moda:

“India del Paraguay”


Es curioso, pero me consta que no se la sabía toda, solo entonaba dos o tres estrofas y las repetía, las repetía toda la mañana.

Yo lo prefería a la radio, también es verdad, que a esas horas, salvo que estuviese enfermo, no me dejaban ponerla.

Pero aquella mezcla de música acompasada con el ritmo que proporcionaba su actividad comunicaba un apacible sosiego que al oído me decía:

¡Nuestro mundo es pequeñito,nunca nos va a pasar nada estando en casa!¡Todo lo que pueda suceder está reducido a mi patio y mi escalera!

Por desgracia, vamos creciendo, nos vamos de nuestra escalera, vemos otros patios, en fin, que ocurren cosas.

Me hice mayor, las “Amas de Casa” dejaron de cantar, y los niños dejaron de oír ese vivo sonido producido por las mujeres, la tecnología y el desarrollo social les impidió sentir esas sensaciones.

Hoy los niños tienen mejores aparatos con los que se pueden escuchar buenas grabaciones, mejores sonidos (también peores); pero el sentimiento que trasmitía una señora enfaenada, demostrando su alegría, eso no lo recuperaremos.

El último vestigio de la canción del “Ama de Casa”, me lo contó un antiguo compañero de trabajo, hoy también jubilado:

Debe de hacer de esto unos quince años, en su edificio vivía una mujer encantadora y alegre, que mantenía esa antigua costumbre.

Pues bien, un vecino, meapilas malhumorado, presentó en una reunión de propietarios una queja sobre los cantos que nuestra “sirena” emitía en su laboreo.

Como no podía ser de otra manera, al agrio vecino, le calló una reprimenda por parte de la asamblea.

Ciertamente vamos perdiendo sensibilidad. ¿Qué será de nuestros niños sin los cantos de nuestras madres?

¡Rescatemos a nuestros Bardos y Bardas para amenizar nuestros hogares, nuestros barrios, nuestras escaleras!


sábado, 10 de agosto de 2013

El pecado de la “Carne”

P
ara hacer inteligible lo que me sucedió a mediados, o quizá a finales, de los años 50, deberé previamente, explicar ciertas situaciones, para mí, fundamentales en el relato.

Se supone que a los siete años, un niño como “es debido”, tiene la obligación de hacer la Primera Comunión. Por esta causa, a los cinco o seis años, deberá acudir sistemáticamente al Catecismo.

Como no podía ser menos, mis padres me enviaron a esta temprana edad al Catecismo de la Parroquia. No es que me quede en la mente muchos restos de aquel tiempo y lugar, pero algo sí.

Recuerdo la espera en el atrio de la Iglesia, los juegos con los otros niños antes de empezar, y la salida a trote limpio cuando terminaba el acto.

A la llegada de las “Señoritas” encargadas de la enseñanza, nos poníamos en fila, separados por sexos, y cada uno en el grupo que le correspondía por la edad.

Con los brazos cruzados delante del pecho, íbamos entrando en el recinto, y colocándonos en los bancos correspondientes. La señorita de turno, lo primero que hacía era repartir los tiques de asistencia, que iríamos juntando con los que también daban, por acertar las preguntas del Catecismo durante los exámenes periódicos que el Párroco nos hacía. Estos puntos acumulados, valdrán para canjearlos el día de Reyes, por juguetes, que la Parroquia ponía a disposición de los niños.

Esta actividad consistía en repetir, hasta la saciedad, y a “grito pelado”, las preguntas y respuestas del Catecismo. La idea era llegar a aprendérselo de memoria, y poder llegar a decirlo de corrido, desde luego, sin entender ni pizca el significado de sus frases.

Fuera de lo que podríamos llamar prácticas habituales, teníamos de vez en cuando, la visita de algún predicador, de los que denominaban “de valía”.


Estos señores, que por lo general pertenecían a alguna orden religiosa, siempre venían de uniforme, y ya solamente este hecho nos producía sorpresa y admiración.

Pero lo fundamental era el discurso, siempre relacionado con el fuego de los infiernos, la condenación eterna, las tinieblas…

Un buen día, recuerdo con especial tristeza, un predicador, subido en el púlpito, y con una energía sin igual, comenzó a hablarnos, y dirigiéndose a nosotros, nos dijo:

-Vosotros, jóvenes que estáis en la edad donde el pecado tiene más fácil la entrada, tenéis que estar muy atentos, la condenación la tenéis a vuestro lado.

-En vuestra edad, es muy sencillo caer en el “Pecado de la Carne”, tenéis el infierno a vuestro lado…

Ya no pude seguir pensando, el miedo me dejó paralizado, ¡qué fácil es perderse!

Salí del Catecismo con una idea grabada en mi mente: ¡No caeré!

Cuando iba por la acera hacia casa, mis ojos se abren como cucharas soperas, mi corazón se detiene, y mi alma se pone en guardia: ¡Mi madre saliendo de la Carnicería de Mariño, y con un paquete en la mano!

-¿Qué compraste, mamá?

-Pues unos bistés para comer.

-¡Mamá, yo no tengo hambre!

-Todavía falta mucho para la comida, ¡anda, vete a jugar, que ya te llamaré cuando sea la hora!

-¡Pero es que no tengo hambre!

-¡Eres tonto o qué! ¡Vete que tengo mucho que hacer!

Cuando se ponía así, sabía que no se podía discutir.

Pasé la mañana sin poder enfrascarme en el juego, pensando, y pensando. ¿Cómo podría hacer?

Así pensando y pensando, pasan las horas y siento la voz de mi madre. Subo las escaleras, entro, me lavo las manos, y me siento.

En la mesa se ve una espléndida fuente de bistés con patatas fritas.

-¡Mamá, no tengo hambre!

-¿Qué tienes, te encuentras mal?

-No, es que no me gusta.

(Esa era la palabra mágica para mi madre, solo oírla hacía que ciertos resortes se disparasen).

Mi madre se dobló, tomó la zapatilla de su pie, y mostrándomela amenazadoramente me dijo…

-¡O comes, o te doy!

Ante tamaña precisión argumental, no queda más remedio que transigir.

Aquella noche, en mi cama, lloré desconsoladamente, solo el cansancio del llanto hizo que el sueño acabara ganando la partida.

Pero pese a todo, el mal estaba hecho:

¡Había caído en el pecado de la Carne!