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n los años cincuenta, en España, reinaba
lo que se dio en llamar el Nacional-Catolicismo. En mi familia no era menos. En
mi casa imperaba la cultura Católica, Apostólica y Romana de la que se jactaba
la Curia dominante en este país.
Dicho lo cual, es fácil de entender cuál
era el ambiente ciudadano en la Navidad.
Para un niño como yo, nacido en 1951, era
un período de ilusión, de alegría, de fiesta. Daba la impresión que la Navidad
estaba hecha para los niños:
Ir a comprar los turrones, las visitas a
la familia, tanto cercana como lejana, los abrazos, la copa de más de los mayores,
las comidas especiales, y especialmente abundantes, dulces, el champán (que en
aquel entonces se podía llamar champán, lo del cava vino después), y sobre todo
el ambiente de vacación y juego que hacía que los niños pequeños, nos
juntásemos con los mayores del barrio, y con la boca abierta, escuchábamos sus
aventuras.
Lo más importante, sin duda alguna, era
la noche de “Reyes”. El cinco de enero era un día maldito, nadie vivía, la
angustia era tremenda, nunca llegaba la noche.
Nos preguntábamos nerviosísimos: ¿Qué me
traerán los Reyes?
No recuerdo bien, pero podría ser el año
1956 o 1957, estaba en ese fatídico día cinco de enero, esperando la muerte del
sol, la cena temprana, el rebelde sueño que se niega a venir…
Mi madre me recuerda:
-¡No se te ocurra despertarte, porque si
los Reyes te ven despierto, se llevan los regalos!
Por fin, la cama, las piernas se rebelan,
es imposible relajarse… pero poco a poco, el sueño me va venciendo, caigo en un
sueño liviano, inquieto, con la mente interesada en la vigilia.
Despierto varias veces, siempre la misma
oscuridad, siempre el mismo silencio, mis padres duermen.
Tengo orden de no levantarme hasta que me
avisen ellos, pero como todos los años, acabo siempre por ser yo, el que acude
a su cama a preguntar si se puede ir a mirar lo que me dejaron los Reyes.
Solo que este día, y puede que fuese por
haber crecido un año más, me creía muy valiente.
Me levanto a oscuras, despacito, muy
despacito, descalzo para no hacer ruido, y por si acaso bien arrimado a la
pared del pasillo, no vaya a ser que alguien me vea, me aventuro hacia el
comedor.
Tradicionalmente, era en esta sala donde
aparecían todas las mañanas del día seis de enero los regalos. La puerta tenía
una cristalera, de unos cristales rugosos que dejaban pasar la luz, pero no se
percibía lo que estada dentro de la habitación.
Yo sabía de sobra que antes de acostarme
había dejado al pie de la mesa del comedor, los zapatos bien limpios, el agua
para los camellos, y la copa de vino dulce para los Reyes.
La puerta abría con dificultad, siempre
estaba atascada, entre otras razones, porque como en todas las casas, el
comedor principal, no se utilizaba más que para la Navidad o fiestas muy
especiales (que no las había). Traté de abrir, pero chirriaba la madera, la
puerta rozaba con el piso, y había que empujar con fuerza para que se moviese
la hoja.
-¡Qué angustia! ¡Espero que no se
despierten papá y mamá!
Mis pensamientos estaban en ellos, ya que
por el silencio del interior de la habitación y la falta de luz, me hacía suponer
que estaba vacía, era evidente que los Reyes Magos, o ya se habían marchado o
no llegaron.
Por fin, tras mucho esfuerzo conseguí que
la puerta cediese, entro a oscuras, con la poca luz que podía filtrar la noche
a través de las contraventanas cerradas, pero que ajustaban mal, observo algo
que hace estallar mi corazón:
En una esquina de la mesa, una cabeza,
grande, calva, se percibía. La cabeza estaba inmóvil, indiferente, sentí que me
miraba…
El miedo se hizo cargo de todo mi cuerpo.
-Es el Rey Melchor… seguro que se va sin
dejarme nada.
Con este pensamiento, me di cuenta que
mis pies, sin yo ordenárselo, me llevaban corriendo hacia mi habitación.
Solo sentí que me había metido otra vez
en la cama, me había tapado con las mantas por encima de la cabeza, el pánico
me hacía temblar, tiritaba, me puse boca abajo, porque sentí que estaba
empezando a llorar, no quería que me oyeran.
Lloré y lloré, temblé de miedo, hasta que
agotado, el sueño se hizo cargo de mí.
Al amanecer, siento que mis padres entran
en la habitación:
-¡Arriba, que ya vinieron los Reyes!
La luz de día, la presencia de mis padres
y el descanso, fueron los responsables de que el susto recibido se diluyese en
el pasado.
Corro al comedor, la puerta estaba
abierta de par en par, las contraventanas separadas, la luz era clara en el
amanecer de una mañana soleada, tal y como tienen que ser todas las mañanas del
seis de enero.
Un montón de juguetes:
-¡Un tren eléctrico! ¡Un fuerte de
vaqueros!
En la esquina de la mesa, justo donde vi
al Rey Melchor, pude comprobar que me habían dejado una preciosa “Bola del
Mundo”.
-¡Que suerte tuve! ¡Tanto corrí que los
Reyes no me llegaron a ver!
Más adelante, cuando fui cumpliendo años
me di cuenta que la cabeza que vi, tenía que ser la bola del mundo.
Hoy con casi 63 años, “republicano”
convencido, y “ateo” confeso, quiero creer que aquel día estuvo en mi casa “El
Rey Melchor”.
Esta historia se la quiero dedicar a mi amiga
Rosalía, que me hizo pasar hoy una tarde deliciosa, y gracias a ella vuelvo a
creer en la imaginación infantil.