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oy pudo ser un gran día… ¡Y lo fue!
¿Cómo se cuentan ahora los días felices? ¿Hay
un ábaco para eso?
Si lo hay, avisadme donde se compra, que
compro dos.
Después de un trabajo rutinario
administrativo, que me tocaba hoy, como todos los fines de mes, tomé el tren a
Pontevedra. Todo sería rutinario, si es que no esperase más del día.
Pero la cosa no era así, yo ya sabía que
me iba a reunir con unos amigos, dos incondicionales: Manolo y Yolanda.
Gran alegría la que produce una reunión
informal con gente afín. Un vino en Pontevedra, una conversación inteligente, un
beso, un abrazo, una afirmación en el espíritu, que nos permite continuar en la
tarea.
A la hora convenida, aparece la cuarta
persona del lote, Doña “G”, como siempre encantadora, risueña, fresca,
alegrando la vida a los demás.
Casi no decimos nada, realmente no existe
la necesidad de articular, solo nos abrazamos, en un abrazo que se puede
considerar un jubileo solidario.
Mi idea era proponerle una situación que
otrora parecería subversiva, hoy necesaria.
La comida resultó mundana, divertida,
encantadora. Solamente con su risa, el local se iluminó, y no lo digo como frase
hecha, los camareros reían, nosotros gozábamos, y la tarde se echaba encima, había
que volver al trabajo.
“G” volvió al trabajo y el cielo se
volvió a nublar, volvió a llover, volvió el invierno gris, pero nos quedó en el
aire el tintineo de su sonrisa, la hermosa sintonía de nuestros corazones.
La distancia no es óbice, queda la
fraternidad, quedan las ideas comunes que pronto se verán maduras como la fruta
del árbol en el verano.
Con estos pensamientos agradables me
dirigí a la estación de tren para volver a Vilagarcía. Compré un billete, que
por cierto pude darme cuenta que subió una barbaridad, esperé un ratito y subí
al vagón que se me asignó en el billete.
¡Centellas!, detrás de mí una pandilla de
chicos y chicas jóvenes: bla, bla, bla, bla, bla…
¡Mi cabeza!
¡No lo soporto!
Entonces, me acordé:
Me acordé de la primera escena de Don Juan
Tenorio de José Zorrilla:
Cuán gritan esos
malditos,
Pero, mal rallo me
parta,
Si en terminando esta
carta
No pagan caro sus
gritos.
Inmediatamente, me levanto, reclamo al
jefe de tren y digo:
¡Pronto, una espada!
El pobre revisor no tenía si una simple
navaja.
Desgraciadamente no tuve más remedio que
aguantar hasta llegar a Vilagarcía.
Bla, bla, bla, bla…………………
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