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jueves, 31 de enero de 2013

¡Vaya día!...De todo


H

oy pudo ser un gran día… ¡Y lo fue!

¿Cómo se cuentan ahora los días felices? ¿Hay un ábaco para eso?

Si lo hay, avisadme donde se compra, que compro dos.

Después de un trabajo rutinario administrativo, que me tocaba hoy, como todos los fines de mes, tomé el tren a Pontevedra. Todo sería rutinario, si es que no esperase más del día.

Pero la cosa no era así, yo ya sabía que me iba a reunir con unos amigos, dos incondicionales: Manolo y Yolanda.

Gran alegría la que produce una reunión informal con gente afín. Un vino en Pontevedra, una conversación inteligente, un beso, un abrazo, una afirmación en el espíritu, que nos permite continuar en la tarea.

A la hora convenida, aparece la cuarta persona del lote, Doña “G”, como siempre encantadora, risueña, fresca, alegrando la vida a los demás.

Casi no decimos nada, realmente no existe la necesidad de articular, solo nos abrazamos, en un abrazo que se puede considerar un jubileo solidario.

Mi idea era proponerle una situación que otrora parecería subversiva, hoy necesaria.

La comida resultó mundana, divertida, encantadora. Solamente con su risa, el local se iluminó, y no lo digo como frase hecha, los camareros reían, nosotros gozábamos, y la tarde se echaba encima, había que volver al trabajo.

“G” volvió al trabajo y el cielo se volvió a nublar, volvió a llover, volvió el invierno gris, pero nos quedó en el aire el tintineo de su sonrisa, la hermosa sintonía de nuestros corazones.

La distancia no es óbice, queda la fraternidad, quedan las ideas comunes que pronto se verán maduras como la fruta del árbol en el verano.

Con estos pensamientos agradables me dirigí a la estación de tren para volver a Vilagarcía. Compré un billete, que por cierto pude darme cuenta que subió una barbaridad, esperé un ratito y subí al vagón que se me asignó en el billete.

¡Centellas!, detrás de mí una pandilla de chicos y chicas jóvenes: bla, bla, bla, bla, bla…

¡Mi cabeza!

¡No lo soporto!

Entonces, me acordé:

Me acordé de la primera escena de Don Juan Tenorio de José Zorrilla:

Cuán gritan esos malditos,
Pero, mal rallo me parta,
Si en terminando esta carta
No pagan caro sus gritos.

Inmediatamente, me levanto, reclamo al jefe de tren y digo:

¡Pronto, una espada!

El pobre revisor no tenía si una simple navaja.

Desgraciadamente no tuve más remedio que aguantar hasta llegar a Vilagarcía.

Bla, bla, bla, bla…………………

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